martes, 31 de julio de 2007

Ha desaparecido un maestro


Ayer, lunes 30 de julio, murió en la isla de Faro Ingmar Bergman a los 89 años de edad. Sin él, el cine se queda huérfano de uno de los únicos cuatro cineastas realmente grandes que quedaban vivos (los otros tres serían Michelangelo Antonioni, Jean-Luc Godard y Jacques Rivette). Se hace difícil hablar de alguien como Ingmar Bergman sin caer en el recurso fácil de la alabanza, que en su caso nunca podrá ser desmesurada, o sin simplificar una obra de una riqueza inagotable. Bergman realizó más de 50 películas desde mediados de los 40 y siempre fue un paso más allá que sus contemporáneos; en ellas trató todos los temas imaginables con una profundidad sólo comparable a la de Dreyer, Buñuel u Ozu, y lo hizo a través de los más diversos géneros, e incluso inventó alguno, dejando al menos una obra maestra en cada uno de ellos.


Algunas de mis películas favoritas son:


Un verano con Mónica (Sommaren med Monika, 1953). Quizá su primera gran película, en la que un realismo social bastante inusual en Bergman sirve como marco de una desoladora historia de maduración.


El Séptimo Sello (Det Sjunde inseglet, 1957). La primera película suya que vi, hace ya muchos años, esta película de aventuras metafísicas es quizá la mejor puerta de entrada a su filmografía y en la que muestra de manera más clara y explícita algunas de sus obsesiones. Menciono esta película también porque la he vuelto a ver en cine, la causalidad ha querido que el día de su muerte; una amiga y yo teníamos planeado desde hace días verla precisamente ayer.

Fresas Salvajes (Smultronstället, 1957). Todo un tratado filosófico sobre el paso del tiempo, la vejez, el éxito y mil cosas más, con una interpretación antológica de Victor Sjöström, esta es quizá la culminación y compendio del primer Bergman. Obra de una gran sabiduría, parece hecha con la ecuanimidad y serenidad de alguien que tiene toda una vida tras de sí, como quizá era el caso con Bergman a los… 37 años.


Persona (Ídem, 1996). Quizá mi favorita de una década particularmente fértil para Bergman. Formalmente revolucionaria, es una película única en todos los sentidos, llena de misterio, a la vez transparente y evasiva; uno nunca la acaba de descifrar del todo. La historia de la actriz que deja de hablar mientras interpreta a Electra y de la enfermera que la cuida es uno de las más penetrantes y dolorosos estudios que se han hecho sobre la psicología humana, sobre la imposibilidad tanto de ser como de no ser y sobre los rostros de las dos mejores actrices que jamás han actuado frente a una cámara: Liv Ullmann y Bibi Andersson.

Secretos de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap, 1973). Con el gran Erland Josephson, quizá su alter ego en la pantalla. Esta especie de “documental psicológico” tiene una fuerza dramática devastadora y, sin una sola escena de violencia, es una de las películas más brutales que yo he visto.


Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1986). La película que cierra de manera perfecta la filmografía de Bergman (ha vuelto a filmar después, y cosas tan valiosas como la excelente Saraband en 2003, su última película, pero esa obra tardía parece más bien un epílogo). En esta obra monumental (sobre todo la versión de prácticamente 5 horas para la televisión sueca) se encuentran todos los temas de su filmografía.

Esas son sólo algunas de sus obras maestras; me dejo en el tintero otras, como El silencio (Tystnaden, 1963) o La hora del lobo (Vargtimmen, 1967) por ejemplo, que podrían estar igualmente en la lista.



La muerte de Ingmar Bergman hace que la vida sea un poco peor. Perdemos un punto de vista sobre el mundo que cambió de una manera decisiva el de muchos de nosotros, obligándonos, a veces de forma dolorosa, a ver cosas que quizá no quisiéramos ver pero que teníamos que ver: algunas de nuestras más desgarradoras contradicciones, las que no podemos resolver ni pasar por alto. Bergman era como ese amigo que nos dice lo que menos queremos oír de la única manera que podemos aceptar y al que apreciamos precisamente por eso. Su filmografía tiene el enorme valor de ser un testimonio, no ya de una época, sino de la condición humana misma; testimonio cuya belleza en la forma no elude mostrar las partes más feas y desagradables de esa condición, sino que nace precisamente de ellas.


Pero dejemos que hable el maestro. Una vez, el crítico inglés Andrew Sarris le preguntó por sus razones para hacer cine y teatro. Ingmar Bergman le contó la historia de los artesanos anónimos que reconstruyeron la catedral de Chartres en la Edad Media:


“Quiero ser uno de los artistas de la catedral que se alza en la llanura. Quiero dedicarme a esculpir a partir de la piedra la cabeza de un dragón, un ángel o un demonio, o quizás de un santo, no importa; voy a disfrutar igual en cualquier caso. Tanto si soy creyente o no, cristiano o pagano, trabajo con todo el mundo para construir una catedral porque soy un artista y un artesano y porque he aprendido a esculpir rostros, miembros y cuerpos a partir de la piedra. Nunca me preocupará el juicio que la posteridad o mis contemporáneos hagan de mí; mi nombre está esculpido en ningún lugar y desaparecerá conmigo. Pero una pequeña parte de mí sobrevivirá en la anónima y triunfante totalidad. Un dragón o un demonio, o quizás un santo, eso no importa”.


ENTREVISTA con Ingmar Bergman grabada en 1970 (en inglés):






2 comentarios:

Raúl dijo...

Impresionate la cita. La poesía brota a lo bestia en imágenes o en palabras para quien la lleva dentro. Valga esto también para el autor de la elegía.

Carlos Sardiña Galache dijo...

Es que Bergman no sólo era un gigante del cine, también era un gran escritor. El cumplido final se agradece primo, pero se rebate también por irle grande a su destinatario.
Un abrazo bien fuerte