martes, 25 de diciembre de 2007

domingo, 9 de diciembre de 2007

Norodom Sihanouk: "Rey padre", político, cantante y cineasta

El rey de Tailandia Bhumibol Adulyadej no es el único monarca del Sureste asiático con vocación musical, si Rama IX es un saxofonista y compositor de jazz consumado que ha llegado a tocar con el mismísimo Benny Goodman, el "Rey padre" de Camboya Norodom Sihanouk no le va a la zaga en inclinaciones artístico-musicales: además de ocupar el trono de su país en dos reinados diferentes (de 1941 a 1955 y de 1993 a 2004) y de haber sido primer ministro diez veces y jefe de Estado en dos ocasiones durante los últimos sesenta años, Norodom de Camboya es todo un crooner que compone sus propias canciones, ademas del director de una extensa filmografía que abarca cinco décadas.


Imprevisible y "un poco incomprendido o, si se quiere, incomprensible", como una vez se definió él mismo, Norodom Sihanouk ha estado en el centro de la vida política de su país desde que los franceses movieron los hilos para que fuera coronado rey en 1941, pensando que el mimado príncipe sería más maleable que otros miembros de la casa real. En 1953 negoció la independencia de su país y en 1955 abdicó del trono para convertirse en el líder civil de Camboya durante 15 años. En 1970 fue expulsado del poder por el general Lon Nol, en un golpe respaldado por los Estado Unidos. Sihanouk se alió entonces con los jemeres rojos, con los que sería Jefe de Estado durante un año, una vez que estos tomaron el poder en 1975.


Después fue hecho prisionero por el régimen de Pol Pot, durante el cual muchos miembros de su familia fueron ejecutados. En 1979 el ejército vietnamita invadió Camboya, expulsando del poder a los jemeres rojos. Norodom Sihanouk se exilió y, a principios de los ochenta, con el objetivo de acabar con la ocupación vietnamita, se alineó de nuevo con Pol Pot y los suyos y fundó la Coalición de Gobierno de la Kampuchea Democrática. "Tanto si me muevo a la izquierda o a la derecha, es cosa mía, porque yo sólo trabajo únicamente por el interés de mi país", declaró una vez.


En 1989 se retiraron la tropas vietnamitas de Camboya. El rey regresó del exilio en 1991 y volvió a reinar en el marco de una monarquía constitucional; durante este último reinado, no ha tenido demasiado poder efectivo, pero ha hecho diversas campañas; entre ellas, quizá la más sonada fue su defensa del matrimonio entre homosexuales. Sihanouk abdicó en octubre de 2004, le sucedería en el trono su hijo Norodom Sihamoni, quién ha heredado la vena artística del padre: es bailarín de danza clásica y estudió cine en Corea del Norte durante dos años.



NORODOM SIHANOUK CANTANDO UN TEMA DE AMOR EN FRANCÉS E INGLÉS DEDICADO A SU MUJER: "MONICA".

Enormemente popular y querido por su pueblo, Norodom Sihanouk fue definido una vez por un antiguo embajador estadounidense en Camboya como el "cemento esencial en Camboya" (quizá porque los estadounidenses preferían tenerle a él en el poder antes que a los vietnamitas). En los últimos tiempos ha sido objeto de una gran polémica en torno a los jucios a los altos cargos del régimen de Pol Pot. Mientras que la ONU ha exigido que testifique ante el tribunal mixto (compuesto por miembros de la ONU y del poder judicial camboyano), el Gobierno ha amenazado con desmantelarlo si se llama a declarar al antiguo rey, que según la ley del país cuenta con inmunidad.

El ex-monarca de Camboya es un hombre de su tiempo que tras la jubilación se dedica a cuidar su página web oficial, una de las más visitadas de su país. En ella se pueden encontrar las declaraciones públicas que el Rey padre hace prácticamente cada día, sus canciones y sus películas. La última obra de su filmografía es "¿Quién no tiene una amante?", que tiene todo el aspecto de ser una comedia sofisticada en la tradición de Ernst Lubitsch, George Cukor o Gregory La Cava.

viernes, 7 de diciembre de 2007

Billie Holiday, Fine and Mellow

Nadie supo converir en arte su propio sufrimiento como Billie Holiday. Aqui la tenemos en una aparición televisiva de 1957; impresiona la lista de solistas que acompañan a Lady Day: Ben Webster, Lester Young, Gerry Mulligan, Coleman Hawkins, Roy Eldridge. Sobran las palabras. Relájense y disfruten.

lunes, 26 de noviembre de 2007

Ornette Coleman en Roma, 1974

Impresionante versión de "Dancing in Your Head", del gran Ornette Coleman. Más de tres décadas después, a sus 77 años, el genial saxofonista sigue en plena forma; su último disco, Sound Grammar, es una obra maestra y su directo es demoledor, tal y como mostró este verano en Londres.

jueves, 22 de noviembre de 2007

España se queda un poco más huérfana

¿Qué decir de Fernando Fernán Gómez? Creo que no soy el único que, a pesar de no haberle conocido nunca, se toma la muerte del maestro como una pérdida personal. Se nos va un artista total, el zangolotino que se convirtió con el correr de los años en ese gran caballero decimonónico, anarquista cascarrabias capaz de inspirar por igual el máximo de los respetos y el cariño más profundo. Nos quedamos sin el mejor actor de la historia del cine español (con permiso de Francisco Rabal), uno de los más grandes directores de nuestro cine, inapreciable hombre de letras y la encarnación de lo más sabio, lo más noble, lo más generoso, lo mejor que puede ofrecer nuestro país.

lunes, 29 de octubre de 2007

El abogado del terror: Jacques Vergès el equilibrista ético

En un momento dado del brillante documental El abogado del terror (Barbet Schroeder, 2007), le preguntan a su protagonista, el jurista francés Jacques Vergès, si defendería a Hitler. Él contesta que sí, que “incluso defendería a Bush”, con la condición, añade, de que se declarase culpable. Después, Vergès expone como argumentaría su defensa: presentando a Bush frente al jurado como un hombre de poca inteligencia, convencido de la supremacía de los WASP americanos sobre el Universo y víctima de la educación que ha recibido. Es un pequeño discurso que probablemente se va a hacer muy popular y que muchos aplaudirían si lo dijera irónicamente Michael Moore en una de sus películas, pero no quizá viniendo de quién viene.


En realidad, esta breve defensa de Bush no aparece en la película, que corta a la siguiente escena sin mostrarnos la “línea de defensa”. El resto del discurso se encuentra en la excelente página oficial de la película, que contiene además otro brillante ejemplo de la maestría retórica de Vergès, también ausente en la película, en el que defiende su labor como abogado de casos “indefendibles” argumentando que su labor es absolutamente necesaria para averiguar la verdad y para llevar a cabo un juicio civilizado y no un linchamiento; además, dice que le apasionan los retos, lo cual uno intuye que tiene más peso en su decisión que las consideraciones morales.

JACQUES VERGÈS.


De entre las escenas en las que habla de su actividad actual, es posiblemente en éstas dos en las que Vergès sea más seductor, tanto por lo que dice como por la manera de decirlo. Leyendo una entrevista con Schroeder a propósito de la película, se comprende porque decidió eliminarlas del montaje final: en ella el director afirma que esta es la película más arriesgada que ha hecho, pues corría el peligro de presentar a Vergès como alguien simpático o que tiene la razón. En los cada momento de los mencionados sucede una de las dos cosas; en el primero cae simpático y en el segundo tiene razón: sea o no sincero, y a pesar de que casi establece una peligrosa comparación entre sus defendidos y los negros inocentes linchados en Alabama hace años, el fondo del argumento no deja de ser verdadero.


Claramente, la película hace un juicio de valor y toma un punto de vista sobre su protagonista desde el principio: Sobre imágenes de un pueblo de Camboya, oímos a Vergès afirmando que se ha sobredimensionado el genocidio de los jemeres rojos al contabilizar los muertos a causa del embargo norteamericano y el ejército vietnamita junto a los causados por el régimen de Pol Pot. A continuación se nos muestran fotografías de Vergès abrazando a Nuon Chea (el "hermano número dos" de los jemeres rojos, que fue detenido en septiembre y acusado de crímenes contra la humanidad) y una entrevista en la que el mismísimo Pol Pot declara lo bien que se lleva con Vergès (ambos se conocieron en los años 50, cuando estudiaban en la Sorbona de París).


El montaje de estas imágenes al principio de la película no responde a ninguna “necesidad” narrativa, de hecho, la relación de Vergès con Pol Pot y Camboya no es ni muchísimo menos uno de los temas principales de la película. El discurso es muy representativo de otros que vienen a continuación: Vergès, maestro de la ambigüedad, nunca llega a justificar a los jemeres rojos, pero parece estar en todo momento a punto de hacerlo; de hecho sería difícil encontrar una frase, una palabra en la que se pudiera sostener alguna acusación de revisionismo histórico. Esa especie de equilibrismo moral parece apasionar a este hombre, una especie de contradicción andante que desconcierta a casi todo el mundo menos a sí mismo, y que además parece disfrutar enormemente con ello.


Pero, ¿quién es Jacques Vergès? Sin duda un hombre con uno de los currículum vitae más extraños y fascinantes que se puedan encontrar.


Jacques Vergès nació el 5 de marzo de 1925 en Ubon Ratchathani (Tailandia), hijo de un diplomático francés y una mujer vietnamita. Se crió en la isla francesa de Reunión, donde, siendo víctima del racismo francés, desarrolló un fuerte sentimiento anti-colonial. Jacques tiene además un hermano gemelo, Paul Vergès, fundador del Partido Comunista de Reunión, miembro del Parlamento Europeo y la primera persona que usó euros al comprar una bolsa de lichis en el mercado de Saint-Denis.


Tras estudiar lenguas orientales y derecho en París, Vergès se hizo famoso a finales de los años 50 y principios de los 60 defendiendo a la argelina Djamila Bouhired. En septiembre de 1956, durante la “Batalla de Argel”, Bouhired puso una bomba en un bar que mató a 11 personas. Seis meses después Bouhired fue detenida, torturada durante más de dos semanas y sentenciada a muerte. Entonces Vergès se hizo cargo de su defensa en un ambiente extremadamente hostil. Usando la llamada “estrategia de ruptura” (consistente en atacar la legitimidad del tribunal y acusarlo de los crímenes que imputa al acusado) y orquestando una meticulosa campaña mediática, Vergès consiguió convertir a la joven en un símbolo de la lucha por la libertad de los países colonizados, con miles de peticiones de clemencia al Gobierno francés. El resultado fue la liberación de Bouhired en 1962.

DJAMILA BOUHIRED.


Abogado y defendida se enamoraron durante el juicio; después se casaron, tuvieron dos hijos y fundaron la revista Révolution africaine. Tras la independencia argelina en 1962, Vergès ocupó durante un año el puesto de jefe de gabinete del Ministerio de Asuntos Exteriores, puesto que abandonaría en 1963. En los siguientes años, fundó la primera revista maoísta de Francia (Révolution, editada entre 1963 y 1965) visitó al líder comunista chino, se erigió en uno de los principales defensores internacionales del pan-africanismo y la lucha anti colonial; finalmente, terminó la década de los 60 defendiendo anodinos casos en Argel (en el último, se encargó de representar legalmente a un joven atropellado por un automóvil).


La historia de Vergès se complica (aún más) a partir de 1970. Ese año abandona a su familia y desaparece completamente hasta 1978. No se sabe a ciencia cierta dónde estuvo todos esos años: las especulaciones van desde Camboya hasta Cuba, pasando por China, Palestina, la URSS o Suráfrica. El propio Vergès admite que pasó temporadas en París y afirma que hay poderosas razones para seguir manteniendo en secreto su paradero durante todos esos años.


En 1978, Vergès reaparece públicamente para retomar su carrera de abogado. Sus conexiones con el Frente Popular para la Liberación de Palestina (que ayudó a fundar en 1967) y la Facción del Ejército Rojo alemana le llevarían a defender a famosos terroristas como Mahab Souleiman, Anis Naccache, Bruno Beguet o Magdalena Kopp, con la que tendría una relación amorosa hasta que ella le dejó por el terrorista Carlos, al que también defendería tras su captura en Sudán, en 1994.


Vergès cuenta en su haber con otros clientes ilustres, como Klaus Barbie en 1987, alias el carnicero de Lyon, oficial nazi responsable de la muerte de 4.000 personas durante la ocupación alemana en Francia. Durante el juicio al ex jefe de la Gestapo en Lyon, Vergès volvería a hacer uso de la “estrategia de ruptura” que puso en práctica por primera vez con Djamila Bouhired, acusando al tribunal de llevar a cabo una persecución selectiva, juzgando los crímenes de Barbie, pero no la violencia de cualquier potencia colonial, incluida la francesa, igualmente brutal pero totalmente impune. Esta vez, la estrategia no funcionó tan bien como con Bouhired y Barbie fue condenado a cadena perpetua. Huelga decir que lo más irónico del caso es que Vergès, como miembro de la Resistencia durante la Segunda Guerra Mundial y perteneciente a una “raza inferior” hubiera sido muy probablemente víctima del Carnicero de Lyon.


Vèrges ha sido el representante legal de varios dictadores africanos, como el presidente de Gabón Omar Bongo o el de Chad, Idriss Déby. En 1999 inició en Togo un proceso en contra de Amnistía Internacional acusando a la organización de mentir en un informe que describía los asesinatos y torturas de miembros de partidos de la oposición. Vergès fue contratado para defender a Milosevic por sus partidarios, pero el caudillo de la Gran Serbia decidió defenderse a sí mismo. Después intentó hacerse cargo de la defensa de Saddam Hussein, pero nunca llegó a representarle. En la actualidad, el principal cliente del conocido como “abogado del diablo” es Khieu Shampan, el presidente de Camboya durante los años de Gobierno de Pol Pot.


KHIEU SHAMPAN CON JACQUES VERGÈS EN LA CASA DEL PRIMERO EN CAMBOYA.


La película de Schroeder suscita interesantes cuestiones éticas (aunque no las desarrolla demasiado, que todo hay que decirlo). Visto este (incompleto) historial, es enormemente tentador juzgar y condenar a Vergès por dedicarse a defender a tamaña colección de hijos de puta, además, uno se siente bien haciéndolo: en cierto modo, no hay nada más tranquilizador que encontrarse con alguien a quien se puede condenar sin tener que ponerse demasiado en duda a uno mismo. Para colmo, parece evidente que además él disfruta enormemente defendiendo a esa gente.


Cualquier acusación en ese sentido sería sin duda bienvenida por Vergès, pues sin ningún esfuerzo puede volverla en contra de quien se la dirige. En genocidas como Pol Pot encontramos “monstruos” en los que el mal parece adquirir unas proporciones tales que ya no es necesario verlos como seres humanos; nuestra indignación de hombres justos no pondría reparos en suspender la justicia con la que estamos dispuestos a tratar a otros criminales, a aquellos en los que el mal parece estar “hecho a la medida del hombre”. Pero en el caso de los genocidas muy a menudo el resultado ya está decidido de antemano (un caso es el de Adolf Eichmann, tal y como señaló Hannah Arendt en Eichmann in Jerusalem), el juicio es casi un mero trámite puramente formal, una molestia que dispensa a un "monstruo" que no se considera humano. Pero es precisamente en esta “deshumanización” del genocida en nombre de valores humanistas donde reside el mayor peligro: ¿no es peligrosamente parecida a la que él mismo llevó a cabo con sus víctimas en nombre de otro (su) humanismo?


Una defensa coherente de los derechos humanos lleva implícita la universalidad de los mismos. Esto es una perogrullada, claro está, pero una perogrullada que se olvida a menudo; por ejemplo, nadie se rasgó las vestiduras por el grotesco juicio y la indigna ejecución de Saddam Hussein (llevados a cabo de una manera tan miserable que incluso dieron la oportunidad al reo de morir infinitamente con más dignidad de la que mostraron sus verdugos al matarle), pero era para rasgárselas: levantar la “alerta moral” ante cualquier persona, por muy terrible que sea su crimen, es introducir excepciones donde la regla no las admite.


La condena a la postura de Vergès de defender casos “indefendibles” supone sacar de tapadillo por la puerta trasera lo que se recibe con todos los honores por la puerta principal. Tener un juicio justo es un derecho fundamental que sólo puede darse si todas las partes cumplen con su trabajo de la manera más eficiente posible; considerando esto, el hecho de que Jacques Vergès disfrute defendiendo a esa gente (suponiendo que eso ayude a que los defienda mejor) hace que se lleve a cabo un juicio justo, en el que el acusado tiene todos los medios posibles para defenderse. En cuanto “defensor de los indefendible”, un abogado como Vergès es necesario, incluso moralmente necesario: defender los derechos humanos supone dar todas las oportunidades disponibles a los que atentan contra ellos, incluso corriendo el riesgo de que queden impunes.


Otra cuestión (en principio y teóricamnte diferente aunque, me temo, imposible de separar en la práctica) es que parece más bien difícil que en sus años de profesión Vergès no se haya “ensuciado las manos” de alguna manera unas cuantas veces. Por otro lado, casos como el de Togo o sus desesperados y oportunistas intentos de los últimos años por hacerse en cada momento por la defensa de los casos más famosos le llevan a uno a sospechar que quizá lo que mueva actualmente al abogado no sea otra cosa que el afán de notoriedad, en una versión infinitamente más sofisticada, pero en el fondo quizá no tan distinta a la de una Ana Obregón cualquiera.

sábado, 20 de octubre de 2007

Nos dejó Deborah Kerr

El pasado martes murió Deborah Kerr a a los 86 años de edad, la reina de la discreción, escocesa hasta la médula que no creo que pudiera caer mal a nadie y protagonista de películas de la talla de The Innocents (Jack Clayton, 1961) o Tu y yo (An affair to Remember, Leo McCarey, 1957), obras maestras que son tales gracias en gran medida a la presencia de esta mujer, definición en carne y hueso de la palabra inglesa lady. Aquí la vemos, junto al gran Cary Grant, en uno de los finales más conmovedores de la historia del cine.

jueves, 11 de octubre de 2007

From Raj to the Republic, una celebración de la India

El pasado domingo 25 de septiembre tuvo lugar en el Royal Festival Hall de Londres uno de los acontecimientos más esperados de la temporada musical de la capital y una de las experiencias músicales más impactantes e inolvidables que quién suscribe ha tenido la suerte de tener: el concierto de siete horas de duración From Raj to the Republic, que culminaba un fin de semana de música india junto al Támesis para celebrar el 6o anivesario de la independencia de la India.


En realidad, From Raj to the Republic no fue un concierto sino tres, a cargo de músicos cuyas regiones de procedencia (sur, noroeste y noroeste) forman un triángulo que de alguna manera servía como representacón del subcontiente.


El viaje musical empezó con el prodigioso violinista L. Subramaniam, virtuoso del violín y uno de los más distinguidos representantes de la música carnática del sur de la India. Subramaniam ha tocado con músicos de todo el mundo y los más variados estilos, entre ellos se encuentran figuras tan dispares como Yehudi Menuhin, Stephane Grapelli, Herbie Hancock o... ¡Steven Seagal!


Dejando aparte que no parezca escoger a sus colaboradores siempre con el mismo cuidado, Subramaniam es uno de los mejores músicos que he tenido ocasión de oir. Su espectáculo empezó con un largo tema tocado por su hijo, el también violinista Ambi Subramaniam, que a sus 16 años promete ser un más que digno alumno de su padre, que se le unió después. El público ovacionó como se merecía una música de un ritmo trepidante y una riqueza melódica inagotable que dejó el listón muy alto.


Del sur viajamos al noroeste, con la cantante nacida en Bombay Kishori Amonkar, una de las más prominentes representantes (aunque no demasiado ortodoxa, según dicen los expertos) de kheyal, palabra que en urdu significa imaginación y que indica el carácter improvisatorio de dicha forma musical.


Las reseñas inglesas del concierto de Amonkar suelen despacharlo con alguna descripción neutra lo más rápida posible o directamente lo pasan por alto. Como yo no soy inglés, no me andaré con eufemismos condescendientes: La verdad, sencillamente, es que ese día la cantante no tenía voz; los carraspeos eran frecuentes, se notaba que no llegaba a las notas más exigentes y la cantante que la acompañaba acabo siendo la que cargó prácticamente con el peso de la actuación. De hecho, la mitad del público fue abandonando progresivamente la sala. Uno no puede menos que admirar la valentía de una mujer que seguía peleando una lucha aún cuando era evidente que la había perdido desde el principio (a pesar de su falta de voz, Amonkar cantó dos temas y estuvo en el escenario más de una hora) pero fue una pena perderse una voz que a plena potencia ha de ser digna de oirse.


El plato fuerte llegó al final de la noche: el músico más famoso de la India, el hombre que dio a conocer la música de su país en occidente, el compositor de la banda sonora de la Trilogía de Apu, el instrumentista responsable de que todos los grupos psicodélicos usaran el sitar en los 60 y enseñó a tocar ese instrumento a George Harrison, uno de los más grandes músicos del siglo XX: Ravi Shankar.


Pero la leyenda viva se hizo esperar, antes que él subió al escenario la bellísima Anoushka Shankar, la que sin duda debe ser la alumna predilecta del profesor Shankar. Tras tocar un raga en el que demostró su gran dominio del sitar, la hermana de Norah Jones anunció la llegada de "quién todos estaís impacientes ya por ver", bajó de la tarima que servía de escenario y ayudó a subirla a un casi nonagenario Ravi Shankar.

A sus 87 años, Shankar no toca con el virtuosismo que le ha hecho famoso (de eso se ocupaba Anoushka) pero conserva las cualidades que le hicieron realmente grande: una sabiduría musical prodigiosa, un lirismo y una autoridad sobre el instrumento como quedan pocas. Cualidades que desplegó con generosidad durante algo más de una hora inolvidable en la que parecía a veces que el tiempo se había detenido un maestro al que quizá le fallen de vez en cuando los dedos, pero que no ha perdido lo más importante: la cabeza y el corazón, que es de dónde procede el verdadero genio.

AMBI SUBRAMANIAM:






KISHORI AMONKAR:





RAVI SHANKAR:






viernes, 14 de septiembre de 2007

Joe Zawinul tocando Come Sunday, de Duke Ellington

Murió Joe Zawinul

El pasado martes 11 de septiembre murió de cáncer el pianista y teclista Joe Zawinul a los 75 años de edad, uno de los creadores de la fusión de jazz, cuya impresionante trayectoria comprende cinco décadas en las que Zawinul siempre estuvo tocando con los mejores músicos.


Zawinul nació en el 7 de julio de 1932 en un barrio obrero de Viena. Su enorme talento musical se puso de manifiesto desde el principio: muy niño aprendió a tocar de manera autodidacta el acordeón. A la edad de 7 años le fue concedida una plaza libre en el Conservatorio de Viena, donde estudió piano, violín y clarinete. Más tarde descubriría el jazz en el cine y la radio. Durante los 50 se hizo un nombre en la escena jazzística vienesa, donde llegó a abrir su propio club, el Joe Zawinul’s Birdland.



En 1959 se fue a Boston, gracias a una beca en la Berklee College of Music, en la que no duró más de una semana, ya que en seguida empezó a tocar con el trompetista Maynard Ferguson, con el que se iría de gira durante 8 meses.


Durante unos meses tocó el piano para Dinah Washington, hasta que fue fichado por el gran (en todos los sentidos) saxofonista Julian ‘Cannonball’ Adderley, sin duda el mejor saxo alto después de Charlie Parker; fructífera colaboración que duraría hasta el año 1970. A pesar de que Adderley era el líder del grupo, dejaba un amplio margen de acción a sus músicos: Zawinul desarrollaría ampliamente su talento compositivo durante esos años, con temas tan irresistible como “Mercy, mercy mercy!” .


Después vendrían los años con Miles Davis. Zawinul fue una de las piezas clave de la “revolución eléctrica” de Davis a finales de los 60 y principios de los 70. En obras maestras como In A Silent Way o Bitches Brew aportaría su teclado, a veces implacablemente funky y otras lírico, y con composiciones como “It’s About Time” o “Pharoah’s Dance”.


A mediados de los 70 fundó, junto a Wayne Shorter, Miroslav Vitous, Airto Moreira y Alphonse Mouzon, el grupo Weather Report, a los que se uniría más tarde Jaco Pastorius. El grupo tuvo un gran éxito comercial durante los 70 y su jazz fusión fue muy influyente. Aunque reconozco su importancia histórica y están ahí dos de mis músicos favoritos (Zawinul y Shorter), la verdad, siempre he pensado que la música de Weather Report no ha aguantado bien el paso del tiempo y me parece más bien una nefasta influencia. A mi personalmente los arreglos me suena a sintonía de serie de televisión tipo “La ley de Los Ángeles”.



Weather Report se disolvería en 1985. Tras ello Zawinul fundaría Zawinul Syndicate, con los que estaría de gira casi interrumpida las dos siguientes décadas. En los últimos años Zawinul ha producido a músicos de Senegal y Mali, entre ellos Salif Keita, y ha hecho giras con Trilok Gurtu. Próximamente iba a hacer un concierto en el Barbican de Londres junto a la BBC Big Band con temas de Weather Report. Casualmente, recibí por correo las entradas para ese concierto el mismo día de su muerte.


Me había propuesto hablar lo menos posible en primera persona (de singular) en este blog, pero no puedo evitar contar una historieta personal en la que Joe Zawinul juega un pequeño papel.

Recién llegado a Londres, sin conocer absolutamente a nadie, viendo como se le acababa el dinero, durmiendo (es un decir) en un albergue bastante cutre en Elephant & Castle, con un inglés tan malo que le negaban entrevistas de trabajo como camarero porque era incapaz de entender las direcciones que le daban por teléfono, no queriendo nadie alquilarle una habitación decente porque no tenía trabajo ni referencias… este comodón hijo de la clase media española pasó unos primeros días bastante jodidos en una ciudad que no se caracteriza por su hospitalidad con los que vienen de fuera sin mucho dinero.


Cuando me sentía solo y hundido, a menudo la manera de animarme era escuchar en el discman “Mercy, mercy, mercy!”, en su versión en directo tocada por el quinteto de ‘Cannonball’ Adderley en 1966. El monólogo de Adderley al principio, el crescendo de los vientos sostenido por el órgano de Zawinul, incluso los gritos del público, conseguían siempre levantarme el espíritu. Muchas gracias, Mr. Zawinul.

miércoles, 29 de agosto de 2007

Baray-e Azadi, (Por la libertad)

Baray-e Azadi (Por la libertad) es un documental realizado durante la revolución iraní de 1979, que da cuenta desde dentro de los acontecimientos que llevarían al establecimiento de la República Islámica de Irán. La película es programada todos los años en la televisión iraní para conmemorar la Revolución, pero ha sido vista en muy contadas ocasiones fuera de su país. Según una entrevista con su director, Hussein Torabi, contenida en el programa de mano que acompañaba a la sesión en la que yo la vi el pasado sábado, durante 26 años la película nunca ha sido proyectada en la gran pantalla, con la excepción de un par de pases en su país, uno en el Festival de Moscú de 1980 y otro en un festival en la India.


Ni la película ni su director figuran en Internet Movie Database, y las fichas de ambos en la base de datos del British Film Institute están desoladoramente vacías. La copia que yo vi el pasado sábado en el National Film Theatre de Londres no tenía subtítulos, y ni tan siquiera había dado tiempo a elaborar los electrónicos que son de rigor en estos casos. En lugar de ello, a la puerta de la sala se entregaba a los espectadores unos auriculares con un comentario en audio, realizado con tanta prisa que en ocasiones la locutora se adelantaba a las imágenes y en otras incluso podía oírsele bostezar irreprimiblemente.


La película se rodó en unas condiciones enormemente precarias. El director no contaba con ningún respaldo, ni oficial ni privado, más allá de la colaboración desinteresada de amigos. El equipo estaba compuesto por un grupo inestable que nunca pasó de más de ocho o nueve personas. Según Hussein Torabi, lo único importante durante el rodaje era grabar los momentos según sucedían, sin preocuparse por la forma. Los cineastas rodaban todo lo que podían cuando eran avisados de los diferentes acontecimientos por amigos o a través de las noticias de la BBC, con cámaras prestadas y negativos comprados con el dinero del equipo. Es sorprendente el resultado: Baray-e Azadi no sólo es una interesantísima muestra de propaganda política, es también una excelente película y un documento histórico de un valor inapreciable.


De Baray-e Azadi se puede decir en primer lugar que tiene como protagonista no a un individuo o a varios, sino a un país entero, representado por esas ingentes masas de gente que ocupan la pantalla gran parte del metraje de la película. Impresiona oírlas corear “¡muerte al Shah!” y más tarde “¡Islam, Islam, Jomeini, te seguiremos adónde nos lleves!” como si fueran una sola voz. Una voz aparentemente unánime que parece expresar la “voluntad política” del pueblo iraní, en palabras de Michel Foucault, defensor y entusiasta por un tiempo de la Revolución islámica en Irán, en la que vio “un intento de abrir una dimensión espiritual en política”.


Las primeras imágenes de la película tienen lugar en un cementerio: los familiares lloran a los muertos del "Viernes Negro" del 8 de septiembre de 1978, en que cerca de 90 manifestantes fueron asesinados en Teherán por el ejército del Shah. La desesperación domina estas escenas, en las que una cámara en mano temblorosa recoge el dolor de las familias de los masacrados.


A ellas suceden otras de grafitis en los muros y de hojas pegadas en tableros: el único modo de comunicación entre los opositores son estas hojas de anuncios en que se informa de las últimas noticias o de las siguientes movilizaciones. La revolución se va mostrando como un movimiento en principio sin rostro, del que todos forman parte. Después vienen las manifestaciones, unas veces sólo de hombres y otras sólo de mujeres; en ambas se repite una y otra vez la misma consigna “¡Muerte al Shah!”, casi como un mantra hipnótico. En una pancarta leemos en inglés: “NO COMMUNISM, NO CAPITALISM, ISLAMIC ORGANIZATION”.


MOHAMMAD REZA PAHLAVI, SHAH DE PERSIA


La película contiene imágenes raramente vistas del Shah: rodeado de sus ministros que le muestran su lealtad besándole la mano, él apenas se digna a levantarla, por lo que todos se tienen que inclinar ante él. Más tarde, el monarca abandona Teherán para “irse de vacaciones”, esta vez son los generales los que le besan la mano. El Shah no volverá nunca a su país, morirá de cáncer un año después en Egipto.


Mientras tanto, las protestas son reprimidas por el ejército, especialmente en la Universidad de Teherán, dónde se reúnen y discuten los grupos de oposición; comunistas, constitucionalistas e islamistas. La represión es filmada en vivo, con manifestantes corriendo y tanques ocupando las calles. También se muestran sus terribles consecuencias: en una larga escena con una clara intención revulsiva, se muestra un depósito de cadáveres con decenas de cuerpos sin vida enterrados en hielo. En uno de los pocos momentos en los que suena música en la banda sonora, no se nos ahorra ningún horror: la cámara se detiene en los rostros quemados y desfigurados. La secuencia termina con un plano en el que un hombre muestra a la cámara el cadáver de un niño.


A continuación vemos una entrevista con el primer ministro Shapour Bakhtiar (que es presentado de una manera muy parecida a Kérensky en Octubre, de Eisenstein). Bakhtiar mueve las manos nerviosamente mientras defiende la acción del ejército: “sólo han matado a 19 personas que realmente eran peligrosas, al resto sólo le sangra la nariz”, “los miembros del ejército tienen que defenderse si están rodeados de gente dispuesta a atacarle”… En cierto momento, sus palabras recuerdan curiosamente a Kant: “Cuando todo el mundo dice lo que piensa tenemos democracia, cuando todos hacen lo que quieren, tenemos anarquía”; ¿no resuenan aquí la famosa frase del filósofo alemán “piensa lo que quieras, pero obedece”? En todo caso, el efecto de montaje conseguido con esta entrevista, en contraste con las imágenes anteriores, es devastador.


EL AYATOLA JOMEINI LLEGA AL AEROPUERTO DE TEHERÁN.


Más adelante, el Ayatola Jomeini vuelve a Irán desde su exilio parisino. Las masas lo reciben enfervorecidas. Jomeini habla desde una ventana en una inmensa explanada, una masa de gente lo escucha. En ese mismo plano vemos como clérigo le besa la mano, de una manera muy parecida a como los ministros y generales besaron la mano al Shah. El gesto del ayatolá es muy parecido al del monarca; tampoco levanta levanta la mano, por lo que también obliga al otro a inclinarse ante él.


Jomeini presenta en una rueda de prensa su proyecto para Irán y al nuevo primer ministro interino, Mehdi Bazargan. Este ingeniero es retratado como el hombre ilustrado y metódico que mejor sabrá diseñar el nuevo Irán; también como un “modesto estudioso del Corán” que llevará al país a la modernidad siguiendo el camino del Islam. Bazargan aún no ha dimitido ni ha sido de lado por el Gobierno de los ayatolas. Hay que decir aquí que según Hussein Torabi, Baray-e Azadi nunca antes había sido mostrada con su metraje íntegro, ¿se cuentan estas escenas en las que se alaba a Bazargan entre las que han sufrido la poda de la censura?


La película también muestra el inicio de la “crisis de los rehenes”, en la que estudiantes partidarios del nuevo Gobierno retuvieron durante 444 días como tales a 66 ciudadanos norteamericanos en la embajada de Estados Unidos en Teherán. En realidad, al incidente de los rehenes no se le dedica mucho tiempo; simplemente, uno de los asaltantes cuenta a la cámara cómo él y otros hombres entraron a la embajada por la cocina.


La crisis de los rehenes tiene lugar tras unas escenas en las que se muestra como en cierto momento de la revolución hay muchas armas fuera de control; en manos de gente que no sabe usarlas y que a veces dispara contra la gente de su propio bando. En una escena, un oficial del ejército incluso sermonea a un grupo de “milicianos” y a la cámara sobre el buen uso de las armas. Tras esas escenas, el asalto a la embajada norteamericana, parece un hecho casi azaroso, fruto de la confusión y excitación del momento.


UNO DE LOS REHENES NORTEAMERICANOS.


Quizá cuando se hizo Baray-e Azadi el asunto todavía no había adquirido las dimensiones que tendría más adelante, la película tiene como año de producción 1979 y la “crisis de los rehenes” empezó el 4 de noviembre de 1979. Uno de los participantes afirmó, en una entrevista concedida a la BBC en 2004 con motivo del 25º aniversario, que en un principio se trataba de un mero acto de protesta en el que no estaba planeado (al menos por él y los otros estudiantes que tomaron parte en el asalto) ni tomar rehenes ni mantenerlos secuestrados durante tanto tiempo.


La escena que viene a continuación le da al incidente otro significado. Al igual que se ha asaltado la embajada norteamericana, se asalta el otro centro de poder, dependiente del anterior: el Palacio de Sadabad, donde residía el Shah de Persia. En ese momento suena una música solemne y se muestran imágenes de la coronación del Shah… marcha atrás: el Rey es desposeído de su corona. El antiguo orden ha muerto, ha llegado el tiempo del nuevo.


A continuación, se muestra en la película el referéndum para establecer una República islámica, que tuvo lugar en marzo de 1979 (Baray-e Azadi no sigue siempre un orden cronológico estricto), como el gran momento de expresión de la “voluntad política” popular. Vemos largas colas de gente para llegar a las urnas en todo el país, todos acuden a votar, incluido el propio Bazargan, se nos dice: musulmanes, cristianos, judíos, mazdeistas… Y todos ellos darán el sí al establecimiento de una República Islámica, en la que las diferentes religiones y grupos étnicos y políticos vivirán en paz y armonía.


Hay una secuencia muy interesante con una encuesta en que se recogen diversas declaraciones: la mayoría dicen apoyar la República Islámica. Una abogada mazdeista se muestra entusiasta con respecto a ella. Un hombre increpa al cámara que ande buscando gente que disienta, argumentando que, incluso si sólo existiera una sola persona que estuviera en contra, no habría que darle voz y que la pregunta misma pone en peligro la unidad del pueblo iraní. Un negro musulmán defiende en árabe el estado islámico, a su lado un clérigo intenta interrumpirle constantemente a pesar de que no le entiende, el africano continúa su discurso, cuando el clérigo comprende que el negro está a favor, asiente con la cabeza… Los únicos que contestan que votarán ‘no’ en el referéndum son un par de turcomanos, alegando “no saber qué pretende realmente el nuevo Gobierno”.


La República Islámica fue aprobada con un 98 por ciento de los votos. Después de la Revolución, los turcomanos se rebelaron contra el Gobierno, pidiendo autonomía, tras lo cual fueron duramente reprimidos por la Guardia de la Revolución Islámica. Aquellos pertenecientes a minorias religiosas que votaron 'sí' a la República islámica, lo hicieron en cierta medida en contra de sí mismos: Irán no se caracteriza precisamente por su libertad religiosa.


La película se cierra, de forma circular, con otra escena en un cementerio. Esta vez no hay familias llorando, sino llevando flores a los muertos; la cámara en mano es sustituida ahora por un elegante travelling lateral. El último plano muestra unas flores sobre una tumba: no sólo se trata de honrar a los mártires también de decir que su lucha no fue en vano, que del horror de las muertes surgió algo hermoso. Baray-e Azadi fue rodada en un tiempo de vertiginosos cambios de una enorme trascendencia histórica. Tiempos también de gran esperanza, que la película refleja con gran fuerza, tal vez porque los hombres que la rodaron y montaron conocían la importancia de lo que estaban filmando y quizá eran partícipes de esa misma esperanza.

martes, 31 de julio de 2007

Antonioni también nos deja

Me veo obligado a escribir otra necrológica, casi en contra de mi voluntad (van tres seguidas, esto no puede ser sano): ayer murió Michelangelo Antonioni a los 94 años en su casa de Roma, unas horas después que Ingmar Bergman. El día de ayer se convierte así en uno de los más desgraciados de la historia del cine.


Con estas dos muertes desaparece una generación de grandes autores europeos (en la que podríamos incluir cineastas tan dispares como Fellini, Visconti, Bresson o Melville), que empezaron a dirigir cuando el clasicismo entraba en su recta final, a finales de los 40 y principios de los 50, cuando el neorrealismo era la corriente dominante, directores que hacían lo que se vino a llamar “cine de arte y ensayo” y que luego anticiparían las vanguardias que tendrían su máxima expresión en la Nouvelle Vague francesa.


Tengo que admitir que con Antonioni no tengo término medio, o me gustan mucho sus películas o no las soporto. En el primer grupo están Las amigas (Le Amiche, 1955), La noche (La Notte, 1961), El eclipse (L’Eclisse, 1962) y, quizás mi favorita, El reportero (The Passenger, 1975). En el segundo incluiría Blow Up (1966), Zabriskie Point (1970) y Más allá de las nubes (Beyond the clouds, 1995). En todo caso, sus “fracasos”, como los de Godard, me parecen tan respetables como sus triunfos; como dijo una vez el cineasta francés, “a quién da el triple salto mortal sin red no se le piden explicaciones”.


El cine de Antonioni tiene algo de desazonante, los personajes de sus películas siempre parecen encontrarse, por así decirlo, “en otra parte”; nunca deja de haber una distancia insalvable entre ellos y nosotros. Normalmente, los directores hacen todo lo que pueden por “meternos” en la película, Antonioni, maestro de los tiempos muertos y el anti-climax, se esfuerza en todo lo contrario (hasta llegó a afirmar, no sin cierta ironía, que hacía “películas aburridas para mejor hablar del aburrimiento”). Aburrida o no, su obra consiguió reflejar como la de nadie esa falta de rumbo y ese desapego con respecto a los demás y a nosotros mismos, consecuencia tal vez de una auto-conciencia hipertrofiada, que son las características que quizá mejor definan al hombre contemporáneo.

Ha desaparecido un maestro


Ayer, lunes 30 de julio, murió en la isla de Faro Ingmar Bergman a los 89 años de edad. Sin él, el cine se queda huérfano de uno de los únicos cuatro cineastas realmente grandes que quedaban vivos (los otros tres serían Michelangelo Antonioni, Jean-Luc Godard y Jacques Rivette). Se hace difícil hablar de alguien como Ingmar Bergman sin caer en el recurso fácil de la alabanza, que en su caso nunca podrá ser desmesurada, o sin simplificar una obra de una riqueza inagotable. Bergman realizó más de 50 películas desde mediados de los 40 y siempre fue un paso más allá que sus contemporáneos; en ellas trató todos los temas imaginables con una profundidad sólo comparable a la de Dreyer, Buñuel u Ozu, y lo hizo a través de los más diversos géneros, e incluso inventó alguno, dejando al menos una obra maestra en cada uno de ellos.


Algunas de mis películas favoritas son:


Un verano con Mónica (Sommaren med Monika, 1953). Quizá su primera gran película, en la que un realismo social bastante inusual en Bergman sirve como marco de una desoladora historia de maduración.


El Séptimo Sello (Det Sjunde inseglet, 1957). La primera película suya que vi, hace ya muchos años, esta película de aventuras metafísicas es quizá la mejor puerta de entrada a su filmografía y en la que muestra de manera más clara y explícita algunas de sus obsesiones. Menciono esta película también porque la he vuelto a ver en cine, la causalidad ha querido que el día de su muerte; una amiga y yo teníamos planeado desde hace días verla precisamente ayer.

Fresas Salvajes (Smultronstället, 1957). Todo un tratado filosófico sobre el paso del tiempo, la vejez, el éxito y mil cosas más, con una interpretación antológica de Victor Sjöström, esta es quizá la culminación y compendio del primer Bergman. Obra de una gran sabiduría, parece hecha con la ecuanimidad y serenidad de alguien que tiene toda una vida tras de sí, como quizá era el caso con Bergman a los… 37 años.


Persona (Ídem, 1996). Quizá mi favorita de una década particularmente fértil para Bergman. Formalmente revolucionaria, es una película única en todos los sentidos, llena de misterio, a la vez transparente y evasiva; uno nunca la acaba de descifrar del todo. La historia de la actriz que deja de hablar mientras interpreta a Electra y de la enfermera que la cuida es uno de las más penetrantes y dolorosos estudios que se han hecho sobre la psicología humana, sobre la imposibilidad tanto de ser como de no ser y sobre los rostros de las dos mejores actrices que jamás han actuado frente a una cámara: Liv Ullmann y Bibi Andersson.

Secretos de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap, 1973). Con el gran Erland Josephson, quizá su alter ego en la pantalla. Esta especie de “documental psicológico” tiene una fuerza dramática devastadora y, sin una sola escena de violencia, es una de las películas más brutales que yo he visto.


Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1986). La película que cierra de manera perfecta la filmografía de Bergman (ha vuelto a filmar después, y cosas tan valiosas como la excelente Saraband en 2003, su última película, pero esa obra tardía parece más bien un epílogo). En esta obra monumental (sobre todo la versión de prácticamente 5 horas para la televisión sueca) se encuentran todos los temas de su filmografía.

Esas son sólo algunas de sus obras maestras; me dejo en el tintero otras, como El silencio (Tystnaden, 1963) o La hora del lobo (Vargtimmen, 1967) por ejemplo, que podrían estar igualmente en la lista.



La muerte de Ingmar Bergman hace que la vida sea un poco peor. Perdemos un punto de vista sobre el mundo que cambió de una manera decisiva el de muchos de nosotros, obligándonos, a veces de forma dolorosa, a ver cosas que quizá no quisiéramos ver pero que teníamos que ver: algunas de nuestras más desgarradoras contradicciones, las que no podemos resolver ni pasar por alto. Bergman era como ese amigo que nos dice lo que menos queremos oír de la única manera que podemos aceptar y al que apreciamos precisamente por eso. Su filmografía tiene el enorme valor de ser un testimonio, no ya de una época, sino de la condición humana misma; testimonio cuya belleza en la forma no elude mostrar las partes más feas y desagradables de esa condición, sino que nace precisamente de ellas.


Pero dejemos que hable el maestro. Una vez, el crítico inglés Andrew Sarris le preguntó por sus razones para hacer cine y teatro. Ingmar Bergman le contó la historia de los artesanos anónimos que reconstruyeron la catedral de Chartres en la Edad Media:


“Quiero ser uno de los artistas de la catedral que se alza en la llanura. Quiero dedicarme a esculpir a partir de la piedra la cabeza de un dragón, un ángel o un demonio, o quizás de un santo, no importa; voy a disfrutar igual en cualquier caso. Tanto si soy creyente o no, cristiano o pagano, trabajo con todo el mundo para construir una catedral porque soy un artista y un artesano y porque he aprendido a esculpir rostros, miembros y cuerpos a partir de la piedra. Nunca me preocupará el juicio que la posteridad o mis contemporáneos hagan de mí; mi nombre está esculpido en ningún lugar y desaparecerá conmigo. Pero una pequeña parte de mí sobrevivirá en la anónima y triunfante totalidad. Un dragón o un demonio, o quizás un santo, eso no importa”.


ENTREVISTA con Ingmar Bergman grabada en 1970 (en inglés):






miércoles, 25 de julio de 2007

En la muerte de Edward Yang


El pasado 30 de junio, murió el cineasta taiwanés Edward Yang, víctima de un cáncer de colon con el que llevaba luchando desde el año 2000. Edward Yang había nacido el 6 de noviembre de 1947 en Shanghai. Dos años más tarde, poco después de la victoria de los comunistas en China, emigró con su familia a Taiwan. Yang creció y se educó en Taipei, ciudad donde estudió ingeniería y que dejaría en 1970 para irse a los Estados Unidos.


Yang entró en el mundo del cine de una manera lenta y titubeante: tras cursar un master en ingeniería en Florida, se apuntó a la prestigiosa escuela de cine de la Universidad del Sur de California. Allí descubrió, según sus propias palabras, “que no tenía ningún tipo de talento. No tenía lo que se necesita para entrar en el negocio del cine, así que abandoné. Tuve que admitir que era mejor no tener ese sueño porque no carecía de lo que requiere”. Yang se fue entonces a Seattle, donde trabajó en un proyecto de investigación para defensa sobre microcomputadoras. Allí recuperó el interés en el cine, después de ver en un cine Aguirre o la cólera de Dios (Werner Herzog, 1972) que le cambió la vida. Yang decidió volver a intentar hacer el cine, cosa que no conseguiría hasta 1981, año en que se filmaría en Taiwan su primer guión, The Winter of 1905 (Yu Weizheng).


Edward Yang debutó como director en 1982, haciéndose cargo uno de los cuatro episodios de la película In Our Time. Su filmografía consta de ocho películas más, rodadas en casi 20 años, que le convirtieron en uno de los directores más prestigiosos y representativos de la llamada “Nueva Ola Taiwanesa”, en la que se le suele incluir junto a Hou Hsiao-hsien y Tsai Ming-liang.



Su película más famosa, y la única que he tenido la oportunidad de ver recientemente en el ICA de Londres, es Yi yi (2000), que es además la última, por la que ganó el premio al mejor director en Cannes y, sin duda, una de las mejores obras cinematográficas que se han hecho en los últimos años. Yi yi cuenta en tres horas la historia de un año en una familia de clase media de Taipei; empieza con una boda y acaba con un funeral. Por su tono, temas y personajes, recuerda bastante a Ozu: los conflictos generacionales, el choque entre tradición y modernidad, las relaciones familiares...

Es una de esas raras películas en las que se encuentran varios géneros (principalmente la comedia y el drama en todas sus variantes, pero también hay unas gotas, en ciertos momentos, de musical e incluso de thriller) de una manera totalmente armoniosa, gracias a un guión pluscuamperfecto y a una precisa puesta en escena, de la que cabe destacar un uso del sonido y el fuera de campo dignos de Bresson. Yi yi es una película muy meditada, fruto de un largo proceso de maduración; al parecer, Yang tuvo la primera idea a mediados de los ochenta, pero quiso esperar a tener la edad adecuada para poder desarrollar plenamente la historia. Es quizá gracias a ello que la narración fluye con cierta ligereza y en ningún momento se le ve una sola “costura”, lo que tiene un enorme mérito, teniendo en cuenta la enorme complejidad de la película.


Entre otras muchas cosas, Yi yi trata de la imagen que nos hacemos de nosotros mismos, de cómo a veces ocurre un hecho que nos golpea de tal manera que nos obliga a auto-examinarnos, lo que puede llegar a ser traumático si no estábamos preparados. Ese hecho es en la película el accidente que deja en coma a la abuela (Ru-Yun Tang). El médico recomienda a los miembros de la familia que le hablen como si les oyera para estimular sus sentidos; en una de las mejores escenas de la película, la madre (Elaine Jin) llora porque se da cuenta de que su vida está vacía: no tiene nada que contar a la abuela. En cambio al padre, N.J. (Nien-Jen Wu), esos monólogos le permiten ordenar sus pensamientos.




Yi Yi es también un relato iniciático: el de Yang-Yang (Jonathan Chang), el miembro más joven de la familia. La película (como es casi inevitable en el cine moderno) contiene también su propia reflexión metalingüística sobre el cine y el arte; estando ésta relacionada con el niño, uno sospecha que Yang-yang es una especie de alter ego del propio director. Yang-Yang está bombardeando a su padre constantemente con preguntas filosóficas cuya mezcla de ingenuidad y profundidad sólo puede tener un niño. En un momento dado le pregunta “¿Por qué yo no puedo ver lo que tú ves y tú no puedes ver lo que yo veo?”. A lo que el padre contesta. “Para eso te he dado tu cámara”. Después, hacia el final de la película, N.J. descubre las fotos que su hijo ha hecho: son todas de espaldas de gente. Yang-Yang le enseña una a su tío, diciéndole: “Tú no puedes verlo, así que te he ayudado a verlo”.


En esas frases se encierra toda una concepción ética y estética del cine, gracias al cual podemos ver el mundo desde el punto de vista de otros y también vernos a nosotros mismos desde perspectivas diferentes a la nuestra, lo que siempre resultará enriquecedor. Claro que para ello es necesario el gran talento de alguien como Edward Yang, cuya filmografía, ahora desgraciadamente cerrada, sin duda debe de estar llena de sorpresas.

lunes, 23 de julio de 2007

"I Don’t Want to Sleep Alone": El nacimiento del tiempo

I Don’t Want to Sleep Alone (Tsai Ming-liang, 2006) se abre con un plano fijo de un hombre enfermo en su cama. Junto a la cama, en una mesilla, hay un viejo aparato de radio, a través del que se oye música de Mozart (la película forma parte de un proyecto colectivo para celebrar el 250º cumpleaños del músico austriaco). La luz entra por una ventana a través de una cortina blanca movida por la brisa: los suaves movimientos de la cortina hacen que la iluminación de la escena cambie sutilmente. La música, el suave movimiento de la cortina, los pequeños cambios de luz; eso es todo lo que sucede en un plano larguísimo, que representa muy bien el estilo de la película.



El argumento es el siguiente: Un hombre de rasgos chinos, posiblemente un vagabundo, recibe una paliza que lo deja medio muerto en las calles de Kuala Lumpur. Es recogido por un grupo de obreros bangladesíes que viven en un enorme edificio inacabado, probablemente el edificio que ellos mismos estaban construyendo, en cuyo centro hay un extraño estanque, producto quizá de una inundación. Uno de ellos se dedica a cuidar del maltrecho vagabundo: lo acoge en su cama, le alimenta, le lava la ropa y el cuerpo o le ayuda a orinar en una serie de escenas cargadas de una tensión sexual que nunca llega a hacerse explícita. Mientras tanto, se nos muestra en paralelo como dos mujeres, madre e hija, cuidan al hombre de la primera escena, el hijo de una y hermano de la otra, que está completamente mudo y paralizado, pero mantiene los ojos abiertos.

Cuando el vagabundo se recupera y es capaz de moverse, se dedica a observar a las dos mujeres, tiene un encuentro sexual en un sórdido callejón con la madre y corteja a la chica. Una espesa nube de humo cubre la ciudad; todo el mundo se ve obligado a llevar máscaras para respirar, los más pobres simples bolsas de plástico. El vagabundo y la chica intentan hacer el amor, pero se ahogan en toses cuando intentan besarse. Tras ello, el obrero bangladesí intenta cortar el cuello con una lata al vagabundo mientras duerme. El vagabundo le descubre, el obrero llora y el vagabundo le seca las lágrimas.


Como elemento recurrente, el colchón en el que duermen los protagonistas, casi un personaje más. Sus desplazamientos son constantes: los obreros recogen al vagabundo cuando están llevando el colchón a su casa, el vagabundo y la chica se llevan el colchón a otro lugar para hacer el amor, etc. El colchón es quizá el único hogar de los personajes, el único espacio que les pertenece. De hecho, está cubierto por una mosquitera durante buena parte del metraje, aislándolo del resto.


El vagabundo y el enfermo están interpretados por el mismo actor (Shiang-chyi Chen, el protagonista de todas las películas de Tsai Ming-liang). Pudiera ser que la historia del vagabundo fuera una ensoñación del enfermo, o quizá al revés… En todo caso, ambos personajes pueden considerarse como “opuestos exactos”: el vagabundo carece virtualmente de pasado (no sabemos absolutamente nada de él, ni siquiera su nacionalidad), pero tiene ante sí un futuro cuyo comienzo es precisamente lo que cuenta la película. El enfermo posee un pasado pero, inmovilizado y privado de la capacidad de comunicarse, carece de futuro.



Durante aproximadamente su primer tercio, la película nos es casi completamente ajena, no "entramos en ella". Cada escena parece estar cerrada completamente en sí misma, sin relación con las que la preceden ni las que la siguen: en cada una sucede algo aparentemente banal, no hay conflicto y los personajes ni siquiera "actuan". Esta aparente falta de cohesión entre las diferentes escenas refleja tanto el aislamiento como el vacio de los personajes. Si no hay historia es porque los personajes no la tienen, y estos no tienen historia precisamente porque están aislados: su soledad les encierra en un presente inmóvil, hecho de pequeñas acciones cotidianas.


En ese estado, los personajes apenas merecen tal nombre; son poco más que cáscaras vacías, meros autómatas que quizá sueñen con historias que no les pertenecen, que sólo existen en las canciones que oyen. Pero, ¿cómo podrían tener una personalidad sin una historia?

Esos "vacios" en el pasado y el futuro se encuentran en el escenario mismo: el inmenso edificio inacabado en que viven los personajes y que es exactamente lo contrario que una ruina. Las ruinas son los restos de algo que fue, testimonios de un proyecto cumplido, que llegó a ser y que ya no es; como tales son un pasado completo, por así decirlo, un pasado que a pesar de no ser ya, se puede reclamar como propio (de hecho, todos los pueblos están orgullosos de sus ruinas). Un edificio sin terminar, como los que abundan en Tailandia o Malasia (fruto del boom económico del sudeste asiático en la década de los noventa, dramáticamente interrumpido con la crisis financiera de 1997, de la que la región aún no se había recuperado en la época que la inmensa nube de humo que aparece a mitad del metraje de la película sitúa el argumento), es algo mucho más inquietante: el testigo de un proyecto frustrado, de algo que no llego a ser, de un pasado abortado que nadie quiere apropiarse pero del que tampoco puede nadie desprenderse, pues no se ha superado. Un pasado incompleto que sigue siendo presente: el tiempo se ha estancado, como el agua que ocupa el centro del gran edificio.

Cuando el vagabundo se recupera y se relaciona con el resto de los personajes, cuando deja de ser un mero cuerpo pasivo que se limita a recibir los cuidados de su benefactor, empieza la historia, y con ella él adquiere rasgos propios e individuales, su personalidad. La película cambia entonces totalmente sin variar su estilo en lo más mínimo: las escenas adquieren progresivamente una cohesión de la que antes carecían y todo confluye, todo adquiere sentido, incluida la aparente falta de cohesión inicial, en el plano final.

Los planos de I Don’t Want to Sleep Alone pueden parecer "demasiado largos", la duración de gran parte de ellos excede con creces su función narrativa. La razón de esto es, un poco como en Tarkovski, hacernos experimentar ese inasible absoluto que es el tiempo. Al principio de la película, cuando el argumento es apenas un esbozo, nos encontramos inmersos en lo que podriamos llamar mero tiempo objetivo: sólo sentimos el presente, el aplastante peso de la nada llamado aburrimiento. A medida que nos acercamos al final, a medida que nace y se desarrolla una historia, la longitud del tiempo tiene otro carácter y otro efecto: crear expectativas e incluso cierto suspense en algún momento. Ya hay un pasado y por tanto esperamos un futuro, es entonces cuando "entramos en la película". Eso sólo sucede cuando los personajes actúan realmente; es decir, cuando actúan con otros, por otros y para otros.


Actuar consiste en perseguir un fin que se encuentra más allá de lo inmediatamente dado, actuar supone tanto proyectarse hacia el futuro como adquirir un pasado. De este modo, gracias a la acción nos “extendemos” más allá del presente. Pero esa proyección necesita de otros seres humanos, pues una acción sólo puede tener lugar en un mundo compartido con otros seres que la reciban y que estén a su vez “extendidos” más allá de su presente. Gracias a esta doble dimensión de la acción, entramos en un tiempo nuevo, en un tiempo subjetivo en el que tenemos una biografía y con ella, una identidad personal. La paradoja del tiempo subjetivo consiste en que es un tiempo abierto que, siendo nuestro, sólo nos pertenece en cuanto que es compartido.


El último plano muestra el estanque de agua, nada sucede. Algo comienza a asomar por la parte superior de la pantalla, una forma blanca que flota en el agua. Suena una música extradiegética, la primera y última de toda la película. La forma blanca ocupa el centro del plano: es el colchón en el que duermen abrazados los tres personajes principales. El simbolismo de este plano se opone al hiperrealismo del resto de las escenas: ahora estamos plenamente inmersos en un espacio mental. Si en el plano que abre la película, el decorado lo es todo y el personaje prácticamente nada, casi un objeto inerte entre otros objetos, la ecuación se invierte en el plano final: La realidad objetiva se ha disuelto en la realidad subjetiva, el decorado que antes parecía aplastar a los personajes no es ya más que un reflejo en el agua.


I Don’t Want to Sleep Alone parte, por así decirlo, de la nada y se va "llenando" progresivamente; va tomando forma a medida que lo hacen sus personajes. De esta manera muestra algo que pocas, muy pocas, obras cinematográficas han logrado mostrar: el nacimiento del "tiempo humano", la sustancia misma de la realidad en que vivimos.


TRAILER de la película: