lunes, 29 de octubre de 2007

El abogado del terror: Jacques Vergès el equilibrista ético

En un momento dado del brillante documental El abogado del terror (Barbet Schroeder, 2007), le preguntan a su protagonista, el jurista francés Jacques Vergès, si defendería a Hitler. Él contesta que sí, que “incluso defendería a Bush”, con la condición, añade, de que se declarase culpable. Después, Vergès expone como argumentaría su defensa: presentando a Bush frente al jurado como un hombre de poca inteligencia, convencido de la supremacía de los WASP americanos sobre el Universo y víctima de la educación que ha recibido. Es un pequeño discurso que probablemente se va a hacer muy popular y que muchos aplaudirían si lo dijera irónicamente Michael Moore en una de sus películas, pero no quizá viniendo de quién viene.


En realidad, esta breve defensa de Bush no aparece en la película, que corta a la siguiente escena sin mostrarnos la “línea de defensa”. El resto del discurso se encuentra en la excelente página oficial de la película, que contiene además otro brillante ejemplo de la maestría retórica de Vergès, también ausente en la película, en el que defiende su labor como abogado de casos “indefendibles” argumentando que su labor es absolutamente necesaria para averiguar la verdad y para llevar a cabo un juicio civilizado y no un linchamiento; además, dice que le apasionan los retos, lo cual uno intuye que tiene más peso en su decisión que las consideraciones morales.

JACQUES VERGÈS.


De entre las escenas en las que habla de su actividad actual, es posiblemente en éstas dos en las que Vergès sea más seductor, tanto por lo que dice como por la manera de decirlo. Leyendo una entrevista con Schroeder a propósito de la película, se comprende porque decidió eliminarlas del montaje final: en ella el director afirma que esta es la película más arriesgada que ha hecho, pues corría el peligro de presentar a Vergès como alguien simpático o que tiene la razón. En los cada momento de los mencionados sucede una de las dos cosas; en el primero cae simpático y en el segundo tiene razón: sea o no sincero, y a pesar de que casi establece una peligrosa comparación entre sus defendidos y los negros inocentes linchados en Alabama hace años, el fondo del argumento no deja de ser verdadero.


Claramente, la película hace un juicio de valor y toma un punto de vista sobre su protagonista desde el principio: Sobre imágenes de un pueblo de Camboya, oímos a Vergès afirmando que se ha sobredimensionado el genocidio de los jemeres rojos al contabilizar los muertos a causa del embargo norteamericano y el ejército vietnamita junto a los causados por el régimen de Pol Pot. A continuación se nos muestran fotografías de Vergès abrazando a Nuon Chea (el "hermano número dos" de los jemeres rojos, que fue detenido en septiembre y acusado de crímenes contra la humanidad) y una entrevista en la que el mismísimo Pol Pot declara lo bien que se lleva con Vergès (ambos se conocieron en los años 50, cuando estudiaban en la Sorbona de París).


El montaje de estas imágenes al principio de la película no responde a ninguna “necesidad” narrativa, de hecho, la relación de Vergès con Pol Pot y Camboya no es ni muchísimo menos uno de los temas principales de la película. El discurso es muy representativo de otros que vienen a continuación: Vergès, maestro de la ambigüedad, nunca llega a justificar a los jemeres rojos, pero parece estar en todo momento a punto de hacerlo; de hecho sería difícil encontrar una frase, una palabra en la que se pudiera sostener alguna acusación de revisionismo histórico. Esa especie de equilibrismo moral parece apasionar a este hombre, una especie de contradicción andante que desconcierta a casi todo el mundo menos a sí mismo, y que además parece disfrutar enormemente con ello.


Pero, ¿quién es Jacques Vergès? Sin duda un hombre con uno de los currículum vitae más extraños y fascinantes que se puedan encontrar.


Jacques Vergès nació el 5 de marzo de 1925 en Ubon Ratchathani (Tailandia), hijo de un diplomático francés y una mujer vietnamita. Se crió en la isla francesa de Reunión, donde, siendo víctima del racismo francés, desarrolló un fuerte sentimiento anti-colonial. Jacques tiene además un hermano gemelo, Paul Vergès, fundador del Partido Comunista de Reunión, miembro del Parlamento Europeo y la primera persona que usó euros al comprar una bolsa de lichis en el mercado de Saint-Denis.


Tras estudiar lenguas orientales y derecho en París, Vergès se hizo famoso a finales de los años 50 y principios de los 60 defendiendo a la argelina Djamila Bouhired. En septiembre de 1956, durante la “Batalla de Argel”, Bouhired puso una bomba en un bar que mató a 11 personas. Seis meses después Bouhired fue detenida, torturada durante más de dos semanas y sentenciada a muerte. Entonces Vergès se hizo cargo de su defensa en un ambiente extremadamente hostil. Usando la llamada “estrategia de ruptura” (consistente en atacar la legitimidad del tribunal y acusarlo de los crímenes que imputa al acusado) y orquestando una meticulosa campaña mediática, Vergès consiguió convertir a la joven en un símbolo de la lucha por la libertad de los países colonizados, con miles de peticiones de clemencia al Gobierno francés. El resultado fue la liberación de Bouhired en 1962.

DJAMILA BOUHIRED.


Abogado y defendida se enamoraron durante el juicio; después se casaron, tuvieron dos hijos y fundaron la revista Révolution africaine. Tras la independencia argelina en 1962, Vergès ocupó durante un año el puesto de jefe de gabinete del Ministerio de Asuntos Exteriores, puesto que abandonaría en 1963. En los siguientes años, fundó la primera revista maoísta de Francia (Révolution, editada entre 1963 y 1965) visitó al líder comunista chino, se erigió en uno de los principales defensores internacionales del pan-africanismo y la lucha anti colonial; finalmente, terminó la década de los 60 defendiendo anodinos casos en Argel (en el último, se encargó de representar legalmente a un joven atropellado por un automóvil).


La historia de Vergès se complica (aún más) a partir de 1970. Ese año abandona a su familia y desaparece completamente hasta 1978. No se sabe a ciencia cierta dónde estuvo todos esos años: las especulaciones van desde Camboya hasta Cuba, pasando por China, Palestina, la URSS o Suráfrica. El propio Vergès admite que pasó temporadas en París y afirma que hay poderosas razones para seguir manteniendo en secreto su paradero durante todos esos años.


En 1978, Vergès reaparece públicamente para retomar su carrera de abogado. Sus conexiones con el Frente Popular para la Liberación de Palestina (que ayudó a fundar en 1967) y la Facción del Ejército Rojo alemana le llevarían a defender a famosos terroristas como Mahab Souleiman, Anis Naccache, Bruno Beguet o Magdalena Kopp, con la que tendría una relación amorosa hasta que ella le dejó por el terrorista Carlos, al que también defendería tras su captura en Sudán, en 1994.


Vergès cuenta en su haber con otros clientes ilustres, como Klaus Barbie en 1987, alias el carnicero de Lyon, oficial nazi responsable de la muerte de 4.000 personas durante la ocupación alemana en Francia. Durante el juicio al ex jefe de la Gestapo en Lyon, Vergès volvería a hacer uso de la “estrategia de ruptura” que puso en práctica por primera vez con Djamila Bouhired, acusando al tribunal de llevar a cabo una persecución selectiva, juzgando los crímenes de Barbie, pero no la violencia de cualquier potencia colonial, incluida la francesa, igualmente brutal pero totalmente impune. Esta vez, la estrategia no funcionó tan bien como con Bouhired y Barbie fue condenado a cadena perpetua. Huelga decir que lo más irónico del caso es que Vergès, como miembro de la Resistencia durante la Segunda Guerra Mundial y perteneciente a una “raza inferior” hubiera sido muy probablemente víctima del Carnicero de Lyon.


Vèrges ha sido el representante legal de varios dictadores africanos, como el presidente de Gabón Omar Bongo o el de Chad, Idriss Déby. En 1999 inició en Togo un proceso en contra de Amnistía Internacional acusando a la organización de mentir en un informe que describía los asesinatos y torturas de miembros de partidos de la oposición. Vergès fue contratado para defender a Milosevic por sus partidarios, pero el caudillo de la Gran Serbia decidió defenderse a sí mismo. Después intentó hacerse cargo de la defensa de Saddam Hussein, pero nunca llegó a representarle. En la actualidad, el principal cliente del conocido como “abogado del diablo” es Khieu Shampan, el presidente de Camboya durante los años de Gobierno de Pol Pot.


KHIEU SHAMPAN CON JACQUES VERGÈS EN LA CASA DEL PRIMERO EN CAMBOYA.


La película de Schroeder suscita interesantes cuestiones éticas (aunque no las desarrolla demasiado, que todo hay que decirlo). Visto este (incompleto) historial, es enormemente tentador juzgar y condenar a Vergès por dedicarse a defender a tamaña colección de hijos de puta, además, uno se siente bien haciéndolo: en cierto modo, no hay nada más tranquilizador que encontrarse con alguien a quien se puede condenar sin tener que ponerse demasiado en duda a uno mismo. Para colmo, parece evidente que además él disfruta enormemente defendiendo a esa gente.


Cualquier acusación en ese sentido sería sin duda bienvenida por Vergès, pues sin ningún esfuerzo puede volverla en contra de quien se la dirige. En genocidas como Pol Pot encontramos “monstruos” en los que el mal parece adquirir unas proporciones tales que ya no es necesario verlos como seres humanos; nuestra indignación de hombres justos no pondría reparos en suspender la justicia con la que estamos dispuestos a tratar a otros criminales, a aquellos en los que el mal parece estar “hecho a la medida del hombre”. Pero en el caso de los genocidas muy a menudo el resultado ya está decidido de antemano (un caso es el de Adolf Eichmann, tal y como señaló Hannah Arendt en Eichmann in Jerusalem), el juicio es casi un mero trámite puramente formal, una molestia que dispensa a un "monstruo" que no se considera humano. Pero es precisamente en esta “deshumanización” del genocida en nombre de valores humanistas donde reside el mayor peligro: ¿no es peligrosamente parecida a la que él mismo llevó a cabo con sus víctimas en nombre de otro (su) humanismo?


Una defensa coherente de los derechos humanos lleva implícita la universalidad de los mismos. Esto es una perogrullada, claro está, pero una perogrullada que se olvida a menudo; por ejemplo, nadie se rasgó las vestiduras por el grotesco juicio y la indigna ejecución de Saddam Hussein (llevados a cabo de una manera tan miserable que incluso dieron la oportunidad al reo de morir infinitamente con más dignidad de la que mostraron sus verdugos al matarle), pero era para rasgárselas: levantar la “alerta moral” ante cualquier persona, por muy terrible que sea su crimen, es introducir excepciones donde la regla no las admite.


La condena a la postura de Vergès de defender casos “indefendibles” supone sacar de tapadillo por la puerta trasera lo que se recibe con todos los honores por la puerta principal. Tener un juicio justo es un derecho fundamental que sólo puede darse si todas las partes cumplen con su trabajo de la manera más eficiente posible; considerando esto, el hecho de que Jacques Vergès disfrute defendiendo a esa gente (suponiendo que eso ayude a que los defienda mejor) hace que se lleve a cabo un juicio justo, en el que el acusado tiene todos los medios posibles para defenderse. En cuanto “defensor de los indefendible”, un abogado como Vergès es necesario, incluso moralmente necesario: defender los derechos humanos supone dar todas las oportunidades disponibles a los que atentan contra ellos, incluso corriendo el riesgo de que queden impunes.


Otra cuestión (en principio y teóricamnte diferente aunque, me temo, imposible de separar en la práctica) es que parece más bien difícil que en sus años de profesión Vergès no se haya “ensuciado las manos” de alguna manera unas cuantas veces. Por otro lado, casos como el de Togo o sus desesperados y oportunistas intentos de los últimos años por hacerse en cada momento por la defensa de los casos más famosos le llevan a uno a sospechar que quizá lo que mueva actualmente al abogado no sea otra cosa que el afán de notoriedad, en una versión infinitamente más sofisticada, pero en el fondo quizá no tan distinta a la de una Ana Obregón cualquiera.

sábado, 20 de octubre de 2007

Nos dejó Deborah Kerr

El pasado martes murió Deborah Kerr a a los 86 años de edad, la reina de la discreción, escocesa hasta la médula que no creo que pudiera caer mal a nadie y protagonista de películas de la talla de The Innocents (Jack Clayton, 1961) o Tu y yo (An affair to Remember, Leo McCarey, 1957), obras maestras que son tales gracias en gran medida a la presencia de esta mujer, definición en carne y hueso de la palabra inglesa lady. Aquí la vemos, junto al gran Cary Grant, en uno de los finales más conmovedores de la historia del cine.

jueves, 11 de octubre de 2007

From Raj to the Republic, una celebración de la India

El pasado domingo 25 de septiembre tuvo lugar en el Royal Festival Hall de Londres uno de los acontecimientos más esperados de la temporada musical de la capital y una de las experiencias músicales más impactantes e inolvidables que quién suscribe ha tenido la suerte de tener: el concierto de siete horas de duración From Raj to the Republic, que culminaba un fin de semana de música india junto al Támesis para celebrar el 6o anivesario de la independencia de la India.


En realidad, From Raj to the Republic no fue un concierto sino tres, a cargo de músicos cuyas regiones de procedencia (sur, noroeste y noroeste) forman un triángulo que de alguna manera servía como representacón del subcontiente.


El viaje musical empezó con el prodigioso violinista L. Subramaniam, virtuoso del violín y uno de los más distinguidos representantes de la música carnática del sur de la India. Subramaniam ha tocado con músicos de todo el mundo y los más variados estilos, entre ellos se encuentran figuras tan dispares como Yehudi Menuhin, Stephane Grapelli, Herbie Hancock o... ¡Steven Seagal!


Dejando aparte que no parezca escoger a sus colaboradores siempre con el mismo cuidado, Subramaniam es uno de los mejores músicos que he tenido ocasión de oir. Su espectáculo empezó con un largo tema tocado por su hijo, el también violinista Ambi Subramaniam, que a sus 16 años promete ser un más que digno alumno de su padre, que se le unió después. El público ovacionó como se merecía una música de un ritmo trepidante y una riqueza melódica inagotable que dejó el listón muy alto.


Del sur viajamos al noroeste, con la cantante nacida en Bombay Kishori Amonkar, una de las más prominentes representantes (aunque no demasiado ortodoxa, según dicen los expertos) de kheyal, palabra que en urdu significa imaginación y que indica el carácter improvisatorio de dicha forma musical.


Las reseñas inglesas del concierto de Amonkar suelen despacharlo con alguna descripción neutra lo más rápida posible o directamente lo pasan por alto. Como yo no soy inglés, no me andaré con eufemismos condescendientes: La verdad, sencillamente, es que ese día la cantante no tenía voz; los carraspeos eran frecuentes, se notaba que no llegaba a las notas más exigentes y la cantante que la acompañaba acabo siendo la que cargó prácticamente con el peso de la actuación. De hecho, la mitad del público fue abandonando progresivamente la sala. Uno no puede menos que admirar la valentía de una mujer que seguía peleando una lucha aún cuando era evidente que la había perdido desde el principio (a pesar de su falta de voz, Amonkar cantó dos temas y estuvo en el escenario más de una hora) pero fue una pena perderse una voz que a plena potencia ha de ser digna de oirse.


El plato fuerte llegó al final de la noche: el músico más famoso de la India, el hombre que dio a conocer la música de su país en occidente, el compositor de la banda sonora de la Trilogía de Apu, el instrumentista responsable de que todos los grupos psicodélicos usaran el sitar en los 60 y enseñó a tocar ese instrumento a George Harrison, uno de los más grandes músicos del siglo XX: Ravi Shankar.


Pero la leyenda viva se hizo esperar, antes que él subió al escenario la bellísima Anoushka Shankar, la que sin duda debe ser la alumna predilecta del profesor Shankar. Tras tocar un raga en el que demostró su gran dominio del sitar, la hermana de Norah Jones anunció la llegada de "quién todos estaís impacientes ya por ver", bajó de la tarima que servía de escenario y ayudó a subirla a un casi nonagenario Ravi Shankar.

A sus 87 años, Shankar no toca con el virtuosismo que le ha hecho famoso (de eso se ocupaba Anoushka) pero conserva las cualidades que le hicieron realmente grande: una sabiduría musical prodigiosa, un lirismo y una autoridad sobre el instrumento como quedan pocas. Cualidades que desplegó con generosidad durante algo más de una hora inolvidable en la que parecía a veces que el tiempo se había detenido un maestro al que quizá le fallen de vez en cuando los dedos, pero que no ha perdido lo más importante: la cabeza y el corazón, que es de dónde procede el verdadero genio.

AMBI SUBRAMANIAM:






KISHORI AMONKAR:





RAVI SHANKAR: