martes, 31 de julio de 2007

Antonioni también nos deja

Me veo obligado a escribir otra necrológica, casi en contra de mi voluntad (van tres seguidas, esto no puede ser sano): ayer murió Michelangelo Antonioni a los 94 años en su casa de Roma, unas horas después que Ingmar Bergman. El día de ayer se convierte así en uno de los más desgraciados de la historia del cine.


Con estas dos muertes desaparece una generación de grandes autores europeos (en la que podríamos incluir cineastas tan dispares como Fellini, Visconti, Bresson o Melville), que empezaron a dirigir cuando el clasicismo entraba en su recta final, a finales de los 40 y principios de los 50, cuando el neorrealismo era la corriente dominante, directores que hacían lo que se vino a llamar “cine de arte y ensayo” y que luego anticiparían las vanguardias que tendrían su máxima expresión en la Nouvelle Vague francesa.


Tengo que admitir que con Antonioni no tengo término medio, o me gustan mucho sus películas o no las soporto. En el primer grupo están Las amigas (Le Amiche, 1955), La noche (La Notte, 1961), El eclipse (L’Eclisse, 1962) y, quizás mi favorita, El reportero (The Passenger, 1975). En el segundo incluiría Blow Up (1966), Zabriskie Point (1970) y Más allá de las nubes (Beyond the clouds, 1995). En todo caso, sus “fracasos”, como los de Godard, me parecen tan respetables como sus triunfos; como dijo una vez el cineasta francés, “a quién da el triple salto mortal sin red no se le piden explicaciones”.


El cine de Antonioni tiene algo de desazonante, los personajes de sus películas siempre parecen encontrarse, por así decirlo, “en otra parte”; nunca deja de haber una distancia insalvable entre ellos y nosotros. Normalmente, los directores hacen todo lo que pueden por “meternos” en la película, Antonioni, maestro de los tiempos muertos y el anti-climax, se esfuerza en todo lo contrario (hasta llegó a afirmar, no sin cierta ironía, que hacía “películas aburridas para mejor hablar del aburrimiento”). Aburrida o no, su obra consiguió reflejar como la de nadie esa falta de rumbo y ese desapego con respecto a los demás y a nosotros mismos, consecuencia tal vez de una auto-conciencia hipertrofiada, que son las características que quizá mejor definan al hombre contemporáneo.

Ha desaparecido un maestro


Ayer, lunes 30 de julio, murió en la isla de Faro Ingmar Bergman a los 89 años de edad. Sin él, el cine se queda huérfano de uno de los únicos cuatro cineastas realmente grandes que quedaban vivos (los otros tres serían Michelangelo Antonioni, Jean-Luc Godard y Jacques Rivette). Se hace difícil hablar de alguien como Ingmar Bergman sin caer en el recurso fácil de la alabanza, que en su caso nunca podrá ser desmesurada, o sin simplificar una obra de una riqueza inagotable. Bergman realizó más de 50 películas desde mediados de los 40 y siempre fue un paso más allá que sus contemporáneos; en ellas trató todos los temas imaginables con una profundidad sólo comparable a la de Dreyer, Buñuel u Ozu, y lo hizo a través de los más diversos géneros, e incluso inventó alguno, dejando al menos una obra maestra en cada uno de ellos.


Algunas de mis películas favoritas son:


Un verano con Mónica (Sommaren med Monika, 1953). Quizá su primera gran película, en la que un realismo social bastante inusual en Bergman sirve como marco de una desoladora historia de maduración.


El Séptimo Sello (Det Sjunde inseglet, 1957). La primera película suya que vi, hace ya muchos años, esta película de aventuras metafísicas es quizá la mejor puerta de entrada a su filmografía y en la que muestra de manera más clara y explícita algunas de sus obsesiones. Menciono esta película también porque la he vuelto a ver en cine, la causalidad ha querido que el día de su muerte; una amiga y yo teníamos planeado desde hace días verla precisamente ayer.

Fresas Salvajes (Smultronstället, 1957). Todo un tratado filosófico sobre el paso del tiempo, la vejez, el éxito y mil cosas más, con una interpretación antológica de Victor Sjöström, esta es quizá la culminación y compendio del primer Bergman. Obra de una gran sabiduría, parece hecha con la ecuanimidad y serenidad de alguien que tiene toda una vida tras de sí, como quizá era el caso con Bergman a los… 37 años.


Persona (Ídem, 1996). Quizá mi favorita de una década particularmente fértil para Bergman. Formalmente revolucionaria, es una película única en todos los sentidos, llena de misterio, a la vez transparente y evasiva; uno nunca la acaba de descifrar del todo. La historia de la actriz que deja de hablar mientras interpreta a Electra y de la enfermera que la cuida es uno de las más penetrantes y dolorosos estudios que se han hecho sobre la psicología humana, sobre la imposibilidad tanto de ser como de no ser y sobre los rostros de las dos mejores actrices que jamás han actuado frente a una cámara: Liv Ullmann y Bibi Andersson.

Secretos de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap, 1973). Con el gran Erland Josephson, quizá su alter ego en la pantalla. Esta especie de “documental psicológico” tiene una fuerza dramática devastadora y, sin una sola escena de violencia, es una de las películas más brutales que yo he visto.


Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1986). La película que cierra de manera perfecta la filmografía de Bergman (ha vuelto a filmar después, y cosas tan valiosas como la excelente Saraband en 2003, su última película, pero esa obra tardía parece más bien un epílogo). En esta obra monumental (sobre todo la versión de prácticamente 5 horas para la televisión sueca) se encuentran todos los temas de su filmografía.

Esas son sólo algunas de sus obras maestras; me dejo en el tintero otras, como El silencio (Tystnaden, 1963) o La hora del lobo (Vargtimmen, 1967) por ejemplo, que podrían estar igualmente en la lista.



La muerte de Ingmar Bergman hace que la vida sea un poco peor. Perdemos un punto de vista sobre el mundo que cambió de una manera decisiva el de muchos de nosotros, obligándonos, a veces de forma dolorosa, a ver cosas que quizá no quisiéramos ver pero que teníamos que ver: algunas de nuestras más desgarradoras contradicciones, las que no podemos resolver ni pasar por alto. Bergman era como ese amigo que nos dice lo que menos queremos oír de la única manera que podemos aceptar y al que apreciamos precisamente por eso. Su filmografía tiene el enorme valor de ser un testimonio, no ya de una época, sino de la condición humana misma; testimonio cuya belleza en la forma no elude mostrar las partes más feas y desagradables de esa condición, sino que nace precisamente de ellas.


Pero dejemos que hable el maestro. Una vez, el crítico inglés Andrew Sarris le preguntó por sus razones para hacer cine y teatro. Ingmar Bergman le contó la historia de los artesanos anónimos que reconstruyeron la catedral de Chartres en la Edad Media:


“Quiero ser uno de los artistas de la catedral que se alza en la llanura. Quiero dedicarme a esculpir a partir de la piedra la cabeza de un dragón, un ángel o un demonio, o quizás de un santo, no importa; voy a disfrutar igual en cualquier caso. Tanto si soy creyente o no, cristiano o pagano, trabajo con todo el mundo para construir una catedral porque soy un artista y un artesano y porque he aprendido a esculpir rostros, miembros y cuerpos a partir de la piedra. Nunca me preocupará el juicio que la posteridad o mis contemporáneos hagan de mí; mi nombre está esculpido en ningún lugar y desaparecerá conmigo. Pero una pequeña parte de mí sobrevivirá en la anónima y triunfante totalidad. Un dragón o un demonio, o quizás un santo, eso no importa”.


ENTREVISTA con Ingmar Bergman grabada en 1970 (en inglés):






miércoles, 25 de julio de 2007

En la muerte de Edward Yang


El pasado 30 de junio, murió el cineasta taiwanés Edward Yang, víctima de un cáncer de colon con el que llevaba luchando desde el año 2000. Edward Yang había nacido el 6 de noviembre de 1947 en Shanghai. Dos años más tarde, poco después de la victoria de los comunistas en China, emigró con su familia a Taiwan. Yang creció y se educó en Taipei, ciudad donde estudió ingeniería y que dejaría en 1970 para irse a los Estados Unidos.


Yang entró en el mundo del cine de una manera lenta y titubeante: tras cursar un master en ingeniería en Florida, se apuntó a la prestigiosa escuela de cine de la Universidad del Sur de California. Allí descubrió, según sus propias palabras, “que no tenía ningún tipo de talento. No tenía lo que se necesita para entrar en el negocio del cine, así que abandoné. Tuve que admitir que era mejor no tener ese sueño porque no carecía de lo que requiere”. Yang se fue entonces a Seattle, donde trabajó en un proyecto de investigación para defensa sobre microcomputadoras. Allí recuperó el interés en el cine, después de ver en un cine Aguirre o la cólera de Dios (Werner Herzog, 1972) que le cambió la vida. Yang decidió volver a intentar hacer el cine, cosa que no conseguiría hasta 1981, año en que se filmaría en Taiwan su primer guión, The Winter of 1905 (Yu Weizheng).


Edward Yang debutó como director en 1982, haciéndose cargo uno de los cuatro episodios de la película In Our Time. Su filmografía consta de ocho películas más, rodadas en casi 20 años, que le convirtieron en uno de los directores más prestigiosos y representativos de la llamada “Nueva Ola Taiwanesa”, en la que se le suele incluir junto a Hou Hsiao-hsien y Tsai Ming-liang.



Su película más famosa, y la única que he tenido la oportunidad de ver recientemente en el ICA de Londres, es Yi yi (2000), que es además la última, por la que ganó el premio al mejor director en Cannes y, sin duda, una de las mejores obras cinematográficas que se han hecho en los últimos años. Yi yi cuenta en tres horas la historia de un año en una familia de clase media de Taipei; empieza con una boda y acaba con un funeral. Por su tono, temas y personajes, recuerda bastante a Ozu: los conflictos generacionales, el choque entre tradición y modernidad, las relaciones familiares...

Es una de esas raras películas en las que se encuentran varios géneros (principalmente la comedia y el drama en todas sus variantes, pero también hay unas gotas, en ciertos momentos, de musical e incluso de thriller) de una manera totalmente armoniosa, gracias a un guión pluscuamperfecto y a una precisa puesta en escena, de la que cabe destacar un uso del sonido y el fuera de campo dignos de Bresson. Yi yi es una película muy meditada, fruto de un largo proceso de maduración; al parecer, Yang tuvo la primera idea a mediados de los ochenta, pero quiso esperar a tener la edad adecuada para poder desarrollar plenamente la historia. Es quizá gracias a ello que la narración fluye con cierta ligereza y en ningún momento se le ve una sola “costura”, lo que tiene un enorme mérito, teniendo en cuenta la enorme complejidad de la película.


Entre otras muchas cosas, Yi yi trata de la imagen que nos hacemos de nosotros mismos, de cómo a veces ocurre un hecho que nos golpea de tal manera que nos obliga a auto-examinarnos, lo que puede llegar a ser traumático si no estábamos preparados. Ese hecho es en la película el accidente que deja en coma a la abuela (Ru-Yun Tang). El médico recomienda a los miembros de la familia que le hablen como si les oyera para estimular sus sentidos; en una de las mejores escenas de la película, la madre (Elaine Jin) llora porque se da cuenta de que su vida está vacía: no tiene nada que contar a la abuela. En cambio al padre, N.J. (Nien-Jen Wu), esos monólogos le permiten ordenar sus pensamientos.




Yi Yi es también un relato iniciático: el de Yang-Yang (Jonathan Chang), el miembro más joven de la familia. La película (como es casi inevitable en el cine moderno) contiene también su propia reflexión metalingüística sobre el cine y el arte; estando ésta relacionada con el niño, uno sospecha que Yang-yang es una especie de alter ego del propio director. Yang-Yang está bombardeando a su padre constantemente con preguntas filosóficas cuya mezcla de ingenuidad y profundidad sólo puede tener un niño. En un momento dado le pregunta “¿Por qué yo no puedo ver lo que tú ves y tú no puedes ver lo que yo veo?”. A lo que el padre contesta. “Para eso te he dado tu cámara”. Después, hacia el final de la película, N.J. descubre las fotos que su hijo ha hecho: son todas de espaldas de gente. Yang-Yang le enseña una a su tío, diciéndole: “Tú no puedes verlo, así que te he ayudado a verlo”.


En esas frases se encierra toda una concepción ética y estética del cine, gracias al cual podemos ver el mundo desde el punto de vista de otros y también vernos a nosotros mismos desde perspectivas diferentes a la nuestra, lo que siempre resultará enriquecedor. Claro que para ello es necesario el gran talento de alguien como Edward Yang, cuya filmografía, ahora desgraciadamente cerrada, sin duda debe de estar llena de sorpresas.

lunes, 23 de julio de 2007

"I Don’t Want to Sleep Alone": El nacimiento del tiempo

I Don’t Want to Sleep Alone (Tsai Ming-liang, 2006) se abre con un plano fijo de un hombre enfermo en su cama. Junto a la cama, en una mesilla, hay un viejo aparato de radio, a través del que se oye música de Mozart (la película forma parte de un proyecto colectivo para celebrar el 250º cumpleaños del músico austriaco). La luz entra por una ventana a través de una cortina blanca movida por la brisa: los suaves movimientos de la cortina hacen que la iluminación de la escena cambie sutilmente. La música, el suave movimiento de la cortina, los pequeños cambios de luz; eso es todo lo que sucede en un plano larguísimo, que representa muy bien el estilo de la película.



El argumento es el siguiente: Un hombre de rasgos chinos, posiblemente un vagabundo, recibe una paliza que lo deja medio muerto en las calles de Kuala Lumpur. Es recogido por un grupo de obreros bangladesíes que viven en un enorme edificio inacabado, probablemente el edificio que ellos mismos estaban construyendo, en cuyo centro hay un extraño estanque, producto quizá de una inundación. Uno de ellos se dedica a cuidar del maltrecho vagabundo: lo acoge en su cama, le alimenta, le lava la ropa y el cuerpo o le ayuda a orinar en una serie de escenas cargadas de una tensión sexual que nunca llega a hacerse explícita. Mientras tanto, se nos muestra en paralelo como dos mujeres, madre e hija, cuidan al hombre de la primera escena, el hijo de una y hermano de la otra, que está completamente mudo y paralizado, pero mantiene los ojos abiertos.

Cuando el vagabundo se recupera y es capaz de moverse, se dedica a observar a las dos mujeres, tiene un encuentro sexual en un sórdido callejón con la madre y corteja a la chica. Una espesa nube de humo cubre la ciudad; todo el mundo se ve obligado a llevar máscaras para respirar, los más pobres simples bolsas de plástico. El vagabundo y la chica intentan hacer el amor, pero se ahogan en toses cuando intentan besarse. Tras ello, el obrero bangladesí intenta cortar el cuello con una lata al vagabundo mientras duerme. El vagabundo le descubre, el obrero llora y el vagabundo le seca las lágrimas.


Como elemento recurrente, el colchón en el que duermen los protagonistas, casi un personaje más. Sus desplazamientos son constantes: los obreros recogen al vagabundo cuando están llevando el colchón a su casa, el vagabundo y la chica se llevan el colchón a otro lugar para hacer el amor, etc. El colchón es quizá el único hogar de los personajes, el único espacio que les pertenece. De hecho, está cubierto por una mosquitera durante buena parte del metraje, aislándolo del resto.


El vagabundo y el enfermo están interpretados por el mismo actor (Shiang-chyi Chen, el protagonista de todas las películas de Tsai Ming-liang). Pudiera ser que la historia del vagabundo fuera una ensoñación del enfermo, o quizá al revés… En todo caso, ambos personajes pueden considerarse como “opuestos exactos”: el vagabundo carece virtualmente de pasado (no sabemos absolutamente nada de él, ni siquiera su nacionalidad), pero tiene ante sí un futuro cuyo comienzo es precisamente lo que cuenta la película. El enfermo posee un pasado pero, inmovilizado y privado de la capacidad de comunicarse, carece de futuro.



Durante aproximadamente su primer tercio, la película nos es casi completamente ajena, no "entramos en ella". Cada escena parece estar cerrada completamente en sí misma, sin relación con las que la preceden ni las que la siguen: en cada una sucede algo aparentemente banal, no hay conflicto y los personajes ni siquiera "actuan". Esta aparente falta de cohesión entre las diferentes escenas refleja tanto el aislamiento como el vacio de los personajes. Si no hay historia es porque los personajes no la tienen, y estos no tienen historia precisamente porque están aislados: su soledad les encierra en un presente inmóvil, hecho de pequeñas acciones cotidianas.


En ese estado, los personajes apenas merecen tal nombre; son poco más que cáscaras vacías, meros autómatas que quizá sueñen con historias que no les pertenecen, que sólo existen en las canciones que oyen. Pero, ¿cómo podrían tener una personalidad sin una historia?

Esos "vacios" en el pasado y el futuro se encuentran en el escenario mismo: el inmenso edificio inacabado en que viven los personajes y que es exactamente lo contrario que una ruina. Las ruinas son los restos de algo que fue, testimonios de un proyecto cumplido, que llegó a ser y que ya no es; como tales son un pasado completo, por así decirlo, un pasado que a pesar de no ser ya, se puede reclamar como propio (de hecho, todos los pueblos están orgullosos de sus ruinas). Un edificio sin terminar, como los que abundan en Tailandia o Malasia (fruto del boom económico del sudeste asiático en la década de los noventa, dramáticamente interrumpido con la crisis financiera de 1997, de la que la región aún no se había recuperado en la época que la inmensa nube de humo que aparece a mitad del metraje de la película sitúa el argumento), es algo mucho más inquietante: el testigo de un proyecto frustrado, de algo que no llego a ser, de un pasado abortado que nadie quiere apropiarse pero del que tampoco puede nadie desprenderse, pues no se ha superado. Un pasado incompleto que sigue siendo presente: el tiempo se ha estancado, como el agua que ocupa el centro del gran edificio.

Cuando el vagabundo se recupera y se relaciona con el resto de los personajes, cuando deja de ser un mero cuerpo pasivo que se limita a recibir los cuidados de su benefactor, empieza la historia, y con ella él adquiere rasgos propios e individuales, su personalidad. La película cambia entonces totalmente sin variar su estilo en lo más mínimo: las escenas adquieren progresivamente una cohesión de la que antes carecían y todo confluye, todo adquiere sentido, incluida la aparente falta de cohesión inicial, en el plano final.

Los planos de I Don’t Want to Sleep Alone pueden parecer "demasiado largos", la duración de gran parte de ellos excede con creces su función narrativa. La razón de esto es, un poco como en Tarkovski, hacernos experimentar ese inasible absoluto que es el tiempo. Al principio de la película, cuando el argumento es apenas un esbozo, nos encontramos inmersos en lo que podriamos llamar mero tiempo objetivo: sólo sentimos el presente, el aplastante peso de la nada llamado aburrimiento. A medida que nos acercamos al final, a medida que nace y se desarrolla una historia, la longitud del tiempo tiene otro carácter y otro efecto: crear expectativas e incluso cierto suspense en algún momento. Ya hay un pasado y por tanto esperamos un futuro, es entonces cuando "entramos en la película". Eso sólo sucede cuando los personajes actúan realmente; es decir, cuando actúan con otros, por otros y para otros.


Actuar consiste en perseguir un fin que se encuentra más allá de lo inmediatamente dado, actuar supone tanto proyectarse hacia el futuro como adquirir un pasado. De este modo, gracias a la acción nos “extendemos” más allá del presente. Pero esa proyección necesita de otros seres humanos, pues una acción sólo puede tener lugar en un mundo compartido con otros seres que la reciban y que estén a su vez “extendidos” más allá de su presente. Gracias a esta doble dimensión de la acción, entramos en un tiempo nuevo, en un tiempo subjetivo en el que tenemos una biografía y con ella, una identidad personal. La paradoja del tiempo subjetivo consiste en que es un tiempo abierto que, siendo nuestro, sólo nos pertenece en cuanto que es compartido.


El último plano muestra el estanque de agua, nada sucede. Algo comienza a asomar por la parte superior de la pantalla, una forma blanca que flota en el agua. Suena una música extradiegética, la primera y última de toda la película. La forma blanca ocupa el centro del plano: es el colchón en el que duermen abrazados los tres personajes principales. El simbolismo de este plano se opone al hiperrealismo del resto de las escenas: ahora estamos plenamente inmersos en un espacio mental. Si en el plano que abre la película, el decorado lo es todo y el personaje prácticamente nada, casi un objeto inerte entre otros objetos, la ecuación se invierte en el plano final: La realidad objetiva se ha disuelto en la realidad subjetiva, el decorado que antes parecía aplastar a los personajes no es ya más que un reflejo en el agua.


I Don’t Want to Sleep Alone parte, por así decirlo, de la nada y se va "llenando" progresivamente; va tomando forma a medida que lo hacen sus personajes. De esta manera muestra algo que pocas, muy pocas, obras cinematográficas han logrado mostrar: el nacimiento del "tiempo humano", la sustancia misma de la realidad en que vivimos.


TRAILER de la película: