miércoles, 25 de julio de 2007

En la muerte de Edward Yang


El pasado 30 de junio, murió el cineasta taiwanés Edward Yang, víctima de un cáncer de colon con el que llevaba luchando desde el año 2000. Edward Yang había nacido el 6 de noviembre de 1947 en Shanghai. Dos años más tarde, poco después de la victoria de los comunistas en China, emigró con su familia a Taiwan. Yang creció y se educó en Taipei, ciudad donde estudió ingeniería y que dejaría en 1970 para irse a los Estados Unidos.


Yang entró en el mundo del cine de una manera lenta y titubeante: tras cursar un master en ingeniería en Florida, se apuntó a la prestigiosa escuela de cine de la Universidad del Sur de California. Allí descubrió, según sus propias palabras, “que no tenía ningún tipo de talento. No tenía lo que se necesita para entrar en el negocio del cine, así que abandoné. Tuve que admitir que era mejor no tener ese sueño porque no carecía de lo que requiere”. Yang se fue entonces a Seattle, donde trabajó en un proyecto de investigación para defensa sobre microcomputadoras. Allí recuperó el interés en el cine, después de ver en un cine Aguirre o la cólera de Dios (Werner Herzog, 1972) que le cambió la vida. Yang decidió volver a intentar hacer el cine, cosa que no conseguiría hasta 1981, año en que se filmaría en Taiwan su primer guión, The Winter of 1905 (Yu Weizheng).


Edward Yang debutó como director en 1982, haciéndose cargo uno de los cuatro episodios de la película In Our Time. Su filmografía consta de ocho películas más, rodadas en casi 20 años, que le convirtieron en uno de los directores más prestigiosos y representativos de la llamada “Nueva Ola Taiwanesa”, en la que se le suele incluir junto a Hou Hsiao-hsien y Tsai Ming-liang.



Su película más famosa, y la única que he tenido la oportunidad de ver recientemente en el ICA de Londres, es Yi yi (2000), que es además la última, por la que ganó el premio al mejor director en Cannes y, sin duda, una de las mejores obras cinematográficas que se han hecho en los últimos años. Yi yi cuenta en tres horas la historia de un año en una familia de clase media de Taipei; empieza con una boda y acaba con un funeral. Por su tono, temas y personajes, recuerda bastante a Ozu: los conflictos generacionales, el choque entre tradición y modernidad, las relaciones familiares...

Es una de esas raras películas en las que se encuentran varios géneros (principalmente la comedia y el drama en todas sus variantes, pero también hay unas gotas, en ciertos momentos, de musical e incluso de thriller) de una manera totalmente armoniosa, gracias a un guión pluscuamperfecto y a una precisa puesta en escena, de la que cabe destacar un uso del sonido y el fuera de campo dignos de Bresson. Yi yi es una película muy meditada, fruto de un largo proceso de maduración; al parecer, Yang tuvo la primera idea a mediados de los ochenta, pero quiso esperar a tener la edad adecuada para poder desarrollar plenamente la historia. Es quizá gracias a ello que la narración fluye con cierta ligereza y en ningún momento se le ve una sola “costura”, lo que tiene un enorme mérito, teniendo en cuenta la enorme complejidad de la película.


Entre otras muchas cosas, Yi yi trata de la imagen que nos hacemos de nosotros mismos, de cómo a veces ocurre un hecho que nos golpea de tal manera que nos obliga a auto-examinarnos, lo que puede llegar a ser traumático si no estábamos preparados. Ese hecho es en la película el accidente que deja en coma a la abuela (Ru-Yun Tang). El médico recomienda a los miembros de la familia que le hablen como si les oyera para estimular sus sentidos; en una de las mejores escenas de la película, la madre (Elaine Jin) llora porque se da cuenta de que su vida está vacía: no tiene nada que contar a la abuela. En cambio al padre, N.J. (Nien-Jen Wu), esos monólogos le permiten ordenar sus pensamientos.




Yi Yi es también un relato iniciático: el de Yang-Yang (Jonathan Chang), el miembro más joven de la familia. La película (como es casi inevitable en el cine moderno) contiene también su propia reflexión metalingüística sobre el cine y el arte; estando ésta relacionada con el niño, uno sospecha que Yang-yang es una especie de alter ego del propio director. Yang-Yang está bombardeando a su padre constantemente con preguntas filosóficas cuya mezcla de ingenuidad y profundidad sólo puede tener un niño. En un momento dado le pregunta “¿Por qué yo no puedo ver lo que tú ves y tú no puedes ver lo que yo veo?”. A lo que el padre contesta. “Para eso te he dado tu cámara”. Después, hacia el final de la película, N.J. descubre las fotos que su hijo ha hecho: son todas de espaldas de gente. Yang-Yang le enseña una a su tío, diciéndole: “Tú no puedes verlo, así que te he ayudado a verlo”.


En esas frases se encierra toda una concepción ética y estética del cine, gracias al cual podemos ver el mundo desde el punto de vista de otros y también vernos a nosotros mismos desde perspectivas diferentes a la nuestra, lo que siempre resultará enriquecedor. Claro que para ello es necesario el gran talento de alguien como Edward Yang, cuya filmografía, ahora desgraciadamente cerrada, sin duda debe de estar llena de sorpresas.

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